Las constituciones son fundamentales para el funcionamiento de la democracia, quién puede dudarlo. Desde los primeros tiempos de la Carta Magna, en el siglo XIII, sus textos han servido para consagrar los derechos de los individuos en una sociedad y, sobre todo, para establecerles limitaciones a los gobernantes de toda laya, de modo que no puedan atropellar esos derechos.
Semejante corsé, por supuesto, resulta incómodo para quienes aspiran a llegar al poder –o ya se encuentran en él– dominados por la fantasía de que todo debe ser cambiado con arreglo a su particular visión de las cosas, por lo que no es extraño que reclamen reemplazar el orden constitucional que los constriñe por otro que les permita gobernar a su antojo.
Respaldados por una mayoría coyuntural, tales gobernantes suelen buscar, por ejemplo, acabar con las barreras que les impiden perpetuarse en el cargo, o tomar decisiones sobre la propiedad privada o la actividad económica de las personas, para afectarlas de alguna forma ‘redistributiva’ que se traduzca en mayor popularidad para ellos.
No es casual, en ese sentido, que los últimos gobiernos sudamericanos en cambiar sus constituciones hayan sido los de Hugo Chávez en Venezuela (1999, con enmiendas en el 2009), Rafael Correa en Ecuador (2008) y Evo Morales en Bolivia (2009): los tres principales representantes en el continente de una forma de llevar las riendas del Estado que combina la reelección indefinida con el populismo económico y una hostilización a los críticos y adversarios que no desdeña el uso de la fuerza pública ni la sanción judicial.
Un caso algo distinto –porque no persigue la permanencia en el poder pero sí el intervencionismo económico– es el del cambio de Constitución planteado hace una semana por la presidenta de Chile, Michelle Bachelet. Aunque no ha aclarado todavía cuál será la vía para alcanzar ese fin, la mandataria ha anunciado que en setiembre se iniciará un proceso “que deberá desembocar en la nueva Carta Fundamental, plenamente democrática y soberana”.
Más allá de las suspicacias que genera el lanzamiento de esta iniciativa justamente en el momento en el que enfrenta un temporal político, la señora Bachelet ha presentado su idea como un esfuerzo por dejar atrás el texto constitucional que la democracia chilena heredó de Augusto Pinochet y por introducir instrumentos que permitan luchar más eficazmente contra la corrupción. Pero en lo que concierne a este último propósito, la llamada Comisión Engel –creada por la propia jefa de Estado– ha propuesto medidas relacionadas con la ‘confianza en los mercados’ como “dotar a las autoridades fiscalizadoras de mayores facultades intrusivas (por ejemplo, acceso al contenido de llamadas telefónicas o correos electrónicos”) o “definir políticas de remuneraciones e incentivos a ejecutivos, incluyendo sus formas de pago”, que claramente atropellan derechos individuales.
Toda esta reflexión, en realidad, viene a cuento porque lo que está ocurriendo en Chile ha renovado aquí el entusiasmo de algunos sectores de izquierda que desde antes del último proceso electoral ya planteaban la necesidad de la formulación de nueva Constitución para el Perú. Nos referimos, concretamente, a Ciudadanos por el Cambio, el Partido Humanista, Patria Roja y las otras organizaciones ahora agrupadas en un intento de frente que algunos denominan CPUFI; y que publicaron hace poco un ‘llamamiento’ en el que justamente hablaban de “una reforma sustantiva” de la base jurídico-política del Estado “con una nueva Constitución Democrática”. O a la lideresa de Fuerza Social, Susana Villarán, que acaba de proclamar: “¡No podemos llegar al 2021 con la Constitución de la dictadura!”.
La verdad, sin embargo, es que los principales ingredientes que hacían semejar la Constitución de 1993 a las de Chávez o los otros experimentos ‘bolivarianos’ –como el de la reelección inmediata– ya fueron suprimidos. Y en cualquier caso, se la puede seguir modificando a través del mecanismo de reforma que ella misma contempla.
Lo inquietante de la voluntad de hacer un cambio total es que suena siempre a la tentación de saltarse con garrocha las limitaciones que son la razón de ser de toda constitución para mandarse a hacer, más bien, una revolución a la carta. Es decir, una Constitución que se amolde al propio proyecto político, en lugar de enunciar principios generales que trasciendan el efímero paso por el poder de los iluminados de ocasión.