Distintas corrientes de pensamiento político tienen diferentes visiones sobre el tamaño y rol del Estado en la sociedad. La intervención del sector público en aspectos económicos –como la producción de bienes– y sociales –como la educación y la salud– es materia de debate y controversia constante. Pero si hay algo en lo que prácticamente todas las tiendas políticas están de acuerdo es que el papel más elemental que debe cumplir un Estado es el de garantizar la seguridad de sus ciudadanos. El derecho a sentirse seguro, libre de violencia y coacción arbitraria, es la base mínima que legitima el contrato social.
Precisamente por ello resulta paradójico que la tarea en la que el Estado tiene responsabilidad y exclusividad casi total sea aquella en la que más carencias demuestra. En el último año, casi todos los indicadores de inseguridad ciudadana evaluados por el INEI han empeorado. Robo de dinero y celular, estafa, robo de vehículo, todos han subido su nivel de incidencia en áreas urbanas. Uno de los pocos indicadores que sí ha bajado es la regularidad de la denuncia ante la policía luego de ser víctima de un crimen; en buena cuenta por la falta de confianza en ella y en su labor.
No sorprende, pues, que según la Encuesta sobre Seguridad en Latinoamérica de inicios del presente año, preparada por Ipsos, “el país con mayor victimización es el Perú, donde 33% ha sido víctima de un delito en los últimos 12 meses, seguido de México con 18%”. En línea con este resultado, el Perú aparece también como el país con la mayor sensación de inseguridad entre los seis países evaluados: 90% se siente inseguro al transitar por la calle. Y las crecientes cifras recientemente publicadas por este Diario sobre la tasa de homicidios (que pasó de 5,4 a 7,2 por cada 100.000 habitantes entre el 2011 y el 2015) y el número de homicidios en Lima y Callao, validan las encuestas y la sensación en las calles.
El panorama es preocupante para las familias y de hecho uno de los mayores retos del gobierno entrante. La urgencia de la situación le da a la administración de Peruanos por el Kambio (PPK) un tiempo acotado para demostrar que la seguridad ciudadana es una de sus prioridades y para obtener los resultados que necesita para legitimar su trabajo.
Y es que el problema del crecimiento del crimen común y organizado no solo puede ser visto como un gran pasivo que hereda el señor Kuczynski, sino también como una oportunidad. Carlos Basombrío, el próximo ministro del Interior, ha delineado ya parte de su plan.
Los resultados no se verán en el corto plazo –no hay una fórmula mágica para derrotar el crimen–, pero en la medida en que inicialmente la población perciba que se están haciendo cambios concretos desde el Mininter, y que, eventualmente, las calles son progresivamente más seguras, PPK recibirá una dosis de oxígeno político suficiente para continuar no solo con esa reforma sino también para emprender otras aun más audaces. Después de todo, no sería la primera vez. No fue baladí la popularidad y espacio político que ganó el entonces presidente Alberto Fujimori luego de la derrota de Sendero Luminoso hacia inicios de los años noventa.
Mirado de otra forma, la extensión y profundidad del problema son la justa dimensión de su posibilidad como capital político. El señor Kuczynski y su equipo tienen grandes retos por delante y poco tiempo para alcanzarlos antes que la paciencia ciudadana empiece a hacer mella. Si lo logra, habrá mejorado significativamente la calidad de vida de los peruanos, labrado un espacio político para implementar otras reformas importantes, y recuperado un rol elemental y crucial que le corresponde al Estado jugar. Su primera movida empieza mañana.