Editorial El Comercio

Diversos comentarios ha generado la publicación el último fin de semana de (IEP) en “La República”, particularmente en lo que se refiere a la inclinación de la ciudadanía por una en esta coyuntura signada por la inestabilidad política y la convulsión social. El hecho no es para menos, pues con prescindencia de la postura que uno pueda tener respecto de esta figura, es innegable que su atractivo para los peruanos ha crecido, si tomamos en cuenta que hace menos de un año un 47% estaba de acuerdo con su convocatoria y que hoy ese número asciende al 69%.

Desde este Diario hemos sostenido que una asamblea constituyente sería un error, no solo porque le añadiría incertidumbre (pues eso es lo que supondría redactar un nuevo texto constitucional desde cero) a un escenario ya de por sí incierto, sino porque quienes creemos que una Constitución existe, más que para ordenarle al Estado lo que debe hacer, para proteger a los ciudadanos de la arbitrariedad del poder, vemos con preocupación la gran posibilidad de que una nueva Carta Magna termine poniendo en riesgo varias de las garantías con las que los peruanos contamos desde hace algún tiempo. Y esta no es una sensación.

Según el sondeo del IEP, por ejemplo, los cambios que mayor adhesión suscitan entre los encuestados son aquellos que implican que el Estado adquiera más poder sobre la libertad de los ciudadanos y, en contraposición, aquellas modificaciones que entrañan una mayor capacidad de agencia de los individuos (como la posibilidad de casarse con alguien de su mismo sexo o de abortar en los primeros meses de gestación sin ser perseguidos por ello) generan más rechazo que aceptación. Así, un 74% de peruanos están de acuerdo con que la Constitución restablezca el servicio militar obligatorio, otro 72% con que castigue los delitos “muy graves” con pena de muerte y otro 51% con que el Estado sea dueño de las principales empresas del país.

Todas estas demandas, aunque populares, no son más que malas ideas. Empezando por la última, para la que no hace falta recordar la experiencia desastrosa que tuvo el Perú cuando el Estado se dedicó a hacerla de empresario en las décadas del 70 y 80 del siglo pasado, sino que basta con fijarnos en lo que ocurre hoy en día con empresas como . Esta, por ejemplo, no solo precisa que cada cierto tiempo el Estado Peruano le lance (que costeamos todos los peruanos), sino que se halla en el centro de un escándalo de corrupción que salpica hasta al expresidente , al que el médico Fermín Silva asegura haberle por nombrar a como gerente general de la empresa estatal.

Y lo mismo podemos decir sobre la pena de muerte, cuya efectividad en la reducción de los crímenes en los países que aún la aplican (en momentos en los que la tendencia mundial es a su abolición) no ha sido probada. Además de lo riesgoso que implicaría dejar en manos de un Poder Judicial atestado de problemas y taras nada menos que la vida de una persona, y de los inconvenientes que tendríamos por los compromisos internacionales asumidos desde hace tiempo.

Nada de esto quiere decir, por supuesto, que la Constitución actual no necesite mejoras, principalmente en lo que respecta al sistema político y al equilibrio de poderes, pero ella cuenta con mecanismos internos para reformarse a sí misma (de hecho, desde que se promulgó ha sido enmendada en numerosas ocasiones). Hay quienes, por otro lado, sostienen que desde un punto de vista simbólico es necesario enterrar una Carta Magna gestada durante la dictadura de . Pero nunca está de más recordar que hablamos del mismo texto constitucional que permitió no solo recomponer nuestra democracia luego de la caída del fujimorato, sino que fue bajo su vigencia que el dictador fue procesado y encarcelado, al igual que varios de sus colaboradores más cercanos. Y en una región como América Latina, en donde las constituciones se han usado para perpetuar en el poder a sus promotores antes que para obligarlos a comparecer ante la ley, este no es un argumento menor.

Y finalmente está el asunto de quién redactaría una nueva Constitución: si los partidos políticos que hoy no generan mayores adhesiones entre los ciudadanos o si lo haría un grupo de independientes que, al carecer de disciplina partidaria, podrían apostar por agendas maximalistas que harían imposible el consenso.

Quienes promueven una asamblea constituyente como remedio para los males que aquejan al país hoy deben ser conscientes de que existe una enorme posibilidad de que esta termine alumbrando una Carta Magna que le dé más poder al Estado a expensas de los ciudadanos y de la responsabilidad histórica que ello conlleva no solo con el Perú actual, sino con el de las generaciones venideras.

Editorial de El Comercio

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