Al menos nueve son los integrantes de la actual representación nacional señalados de haberse apropiado de parte del dinero destinado a sus trabajadores. A ellos el argot popular los ha bautizado como los ‘mochasueldos’ y son una de las razones más entendibles del ínfimo aprecio –de apenas un dígito– que siente la ciudadanía por el Congreso, según todas las mediciones que se hacen al respecto. Hablamos de los legisladores Magaly Ruiz, Rosio Torres, María Acuña (Alianza para el Progreso), Heidy Juárez (Podemos Perú), Edgar Tello (Bloque Magisterial), María Cordero Jon Tay, Katy Ugarte (no agrupadas), Marleny Portero y Jorge Luis Flores Ancachi (Acción Popular).
A ellos por lo menos 11 trabajadores o extrabajadores parlamentarios los han denunciado por haber sido presionados para entregarles dinero, pero no serían los únicos perjudicados. Como tampoco parece inverosímil suponer que el número total de ‘mochasueldos’ es bastante mayor y que lo que conocemos hoy constituye apenas una fracción de un universo más vasto. El problema es que la posibilidad de conocer toda la verdad en este caso se topa con un gran escollo: la manera en la que se ha tratado a denunciados y denunciantes. Esto es, prodigándoles salvatajes rochosos a los primeros, y dejando abandonados a su suerte a los segundos.
Más de cuatro meses han pasado, por ejemplo, desde que se hizo conocido el primer caso de un congresista acusado de exigirles el pago de sus sueldos a sus trabajadores (el de la parlamentaria Ruiz) y hasta el día de hoy ninguno de ellos ha recibido una sanción en el interior del Parlamento. Una sanción, por supuesto, que pueda ser considerada como tal y no esas amonestaciones y multas equivalentes a 30 días de trabajo que la Comisión de Ética ha recomendado para los casos de Ruiz, Torres y Juárez, en lugar de los 120 días de suspensión que la secretaría técnica de dicho grupo de trabajo había solicitado para las tres, y que, en el colmo de la desfachatez, la primera de ellas ha pedido abonar en cuotas mensuales.
Mientras los señalados continúan con sus labores como si nada grave hubiese ocurrido, quienes los denunciaron han venido siendo objetos de malos tratos inadmisibles. Un informe de este Diario, por ejemplo, ha dado a conocer tres casos. El primero de ellos corresponde a Silva Uriarte, que en junio pasado denunció al legislador Tello por recortes de sueldo y acoso, y quien sigue laborando como auxiliar en la Comisión de Comercio Exterior y Turismo del Legislativo. “Me quitaron la computadora e Internet después de la denuncia. [...] Hay una desprotección total. A pesar de que me reuní con el presidente del Congreso y me dijo que no me preocupara, nunca hicieron nada. Hasta ahora nada”, ha contado.
Peor suerte ha tenido Carlos Marina, quien inició la saga de los ‘mochasueldos’ con su denuncia a la legisladora Ruiz. “Cuando intenté postular a otros despachos, conversé con algunos asesores y me notificaron que personas vinculadas a ella solicitaron que yo no sea contratado”, reveló. Su caso no sería el único, pues una trabajadora que denunció por recorte de sueldo a la legisladora Ugarte y que pidió mantener su nombre bajo reserva le dijo a este Diario que “cuando tú denuncias, te botan. Y la persona denunciada llama a otros congresistas para que te bloqueen. Es todo un problema. No hay un verdadero apoyo”.
Esto, como es evidente, se traduce en un desincentivo poderoso para que otros parlamentarios testigos o –ya de plano– víctimas del mismo delito puedan denunciarlo públicamente. Si al final la consecuencia de ello es que perderán su trabajo o sus condiciones laborales empeorarán mientras los denunciados siguen saliéndose con la suya es muy difícil que desenmascaren a sus empleadores.
Ya viene siendo hora de que en el Congreso se tomen cartas en el asunto y dejen de castigar –pues eso es lo que ocurre en la práctica– a quienes tienen el valor de poner su rostro ante las cámaras para denunciar la abyección que campea en el interior de este poder del Estado.