Editorial El Comercio

Cuando se trata de recortar las libertades de opinión y expresión, el Ejecutivo y el Legislativo se entienden de maravillas. Integrados finalmente por políticos que suelen resentir la divulgación de cualquier información que los ponga en situación incómoda frente a la opinión pública, esos dos poderes del Estado se afanan en la búsqueda de mecanismos para amedrentar con amenazas de sanción a los medios, hombres y mujeres de prensa que pudieran colocarlos en trances de esa naturaleza. Así, si en el comienzan a barajar proyectos para imponerles a las radios y canales de televisión privados, desde el Ministerio de Cultura se apresuran a . Y si el Gobierno inicia una ‘razzia’ en el Instituto de Radio y Televisión del Perú para deshacerse de reporteros y productores indóciles, los parlamentarios, en su mayoría, miran para otro lado.

La última manifestación de estos arrestos atentatorios contra las libertades antes mencionadas se encuentra en la solicitud de facultades legislativas que la administración que encabeza la presidenta ha dirigido a la representación nacional. Algunas de ellas, como se sabe, tienen que ver con asuntos de seguridad, y es en ese contexto que el Ejecutivo anuncia su voluntad de modificar el Código Penal “para sancionar a los instigadores del delito de disturbio […] y entorpecimiento a los servicios públicos”, incluyendo como sus eventuales autores a “comunicadores que utilizando medios de comunicación masivos han convocado a distintas marchas, incluso incitando a la violencia”. Es decir, abriendo la posibilidad de que quienes opinen a favor de alguna jornada de protesta –un evento perfectamente lícito y constitucional– o sencillamente informen acerca de ella sean sancionados.

La pretensión es a todas luces abusiva, pues la responsabilidad de las derivaciones violentas de una marcha no puede ser atribuida a quienes se manifiestan a favor de las causas que originalmente la animaron. Y, en todo caso, si tales manifestaciones a favor de, por ejemplo, un acto de rechazo al gobierno incluyesen una incitación a la violencia, ocurre que la instigación ya está contemplada en el Código Penal vigente. ¿Por qué crear, entonces, una figura legal redundante al respecto?

La noticia de lo que el Ejecutivo pretende hizo sonar inmediatamente en el Consejo de la Prensa Peruana, el Instituto Prensa y Sociedad, y la Asociación Nacional de Periodistas, que, a través de sendos pronunciamientos, advirtieron en los últimos días los peligros que la iniciativa entraña. Ayer, además, se sumó a esas voces de preocupación la de la Sociedad Interamericana de Prensa, que señaló que considera la medida en ciernes “contraria a principios internacionales sobre libertades de prensa, expresión y asociación”.

Por otra parte, si alguien pensó que, en virtud de la función de contrapeso al Ejecutivo que le corresponde, el Legislativo iba a retirar de la propuesta las amenazas a la prensa, la Comisión de Constitución se ha . Ese grupo de trabajo parlamentario, en efecto, ha concluido que se le deben dar al gobierno las facultades que pide para legislar en esta materia… con el risible agregado de que debe hacerlo “sin que se vulneren los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución”. Un literal saludo a la bandera que compite en imprecisión con lo expresado sobre este mismo asunto por la presidenta Boluarte. Consultada sobre los riesgos que la iniciativa plantea, ella simplemente ha declarado: “El Gobierno jamás tomará alguna medida o proyecto de ley que pueda perturbar la amplia libertad de prensa”. Una promesa en la que supuestamente debemos confiar sin más, pero frente a la que el pasado reciente nos obliga a ser escépticos y suspicaces.

Porque, una vez más, la prensa está en la mira de los políticos con poder, y una vez más Ejecutivo y Legislativo conciertan para tratar de recortar su libertad y su capacidad de fiscalización.

Editorial de El Comercio

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