(Foto: Presidencia/El Comercio).
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Editorial El Comercio

Dos días atrás saludamos el hecho de que, después de toda la hostilidad que lo rodeó, el proceso de la cuestión de confianza planteada por el Ejecutivo al hubiese tenido un desenlace positivo: la confianza fue otorgada, la sombra de la disolución se alejó de la plaza Bolívar y el pronóstico sobre las reformas que falta aprobar para que la consulta popular en torno a ellas se celebre el 9 de diciembre podía ser optimista.

Expresábamos también en ese editorial, sin embargo, nuestra esperanza de no ser pronto espectadores de algún afán de venganza que diese pie a otra pelea de fuerza, pues el riesgo de que tal cosa sucediera era y es evidente. Las confrontaciones políticas, después de todo, son una disputa de poder y, en esa medida, las autoestimas lastimadas son inevitables. Si un resultado electoral deja heridas difíciles de restañar, es de imaginar lo que puede ocasionar un mano a mano en el que el cuadro final ya ni siquiera es producto de la voluntad de los votantes, sino más bien estricta consecuencia de la forma en la que cada una de las partes enfrentadas jugó sus cartas.

La sentencia del presidente en el sentido de que aquí no hubo vencedores ni vencidos y el único que ganó fue el país entraña una verdad esencial, qué duda cabe… Pero es difícil que quienes con tanta pasión y energía libraron la batalla que terminó el miércoles por la noche lo sientan así; por lo menos de primera intención. Para los representantes del Ejecutivo la circunstancia de que los proyectos de reforma tal como están y el cronograma para su aprobación planteado por ellos no hayan sido expresamente comprendidos en la confianza concedida constituye una frustración. Y para la mayoría fujimorista y sus aliados, el hecho de que el gobierno haya tenido éxito en marcarles la agenda y el paso es también motivo de desazón.

De ahí que por lado y lado persistan expresiones hostiles que buscan cambiar a su favor el frágil equilibrio logrado y, en consecuencia, amenacen el alto el fuego al que mal que bien se ha llegado. Eso precisamente es lo que hacen, por ejemplo, la parlamentaria fujimorista Rosa Bartra al decir “vamos a hacer nuestro mayor esfuerzo para poder arreglar los proyectos de ley que envió el Ejecutivo” (una sutil evocación de la calidad de “mamarrachentos” que les había atribuido días antes) y el legislador Jorge Meléndez, portavoz alterno de la bancada oficialista, al afirmar que “sería una canallada” que Fuerza Popular le ‘sacase la vuelta’ a la confianza aprobada y dilatase la aprobación de los proyectos de reforma.

Y si escalamos en las estructuras de mando del gobierno y la oposición, es posible distinguir también los trazos de una agresividad apenas contenida, que al menor descuido podría volver a desbordarse. Nos referimos al presidente del Consejo de Ministros y su advertencia de que no cumplir con la aprobación de las cuatro reformas postuladas por el Ejecutivo “sería el más grave error político que cometa quien se oponga a ese proceso, sean congresistas o partidos”. Y también a la señora al asociar la cuestión de confianza a ‘golpes’ y a una ‘preocupación’ porque se ha reabierto la investigación en Chinchero.

La dinámica entre gobierno y oposición será siempre tensa por naturaleza. Nadie pretende cambiar esa circunstancia, derivada de la función de fiscalización que le concierne a la segunda con respecto al primero. Los términos de esa relación, sin embargo, deberían ser permanentemente los de una ardua tregua, como la conseguida el miércoles por la noche, porque solo así las consecuencias de esa tensión podrán acabar beneficiando a los ciudadanos a los que los políticos de un lado y el otro se deben.

Parece importante recordarlo ahora que el futuro de la reforma está en juego y la tentación de convertirla otra vez en un campo de batalla asoma a cada paso.