Javier Díaz-Albertini

Hasta hace poco tiempo, especialistas consideraban que una característica típica y única del ‘Homo sapiens’ era su tratamiento de la y el respeto otorgado a los restos mortales. Toda la ceremonia del sepelio –en sus múltiples variedades– estaba imbuida de sentidos simbólicos y sagrados que eran reflejos de las sociedades que las habían creado, seres con inteligencia superior. Estos comportamientos solo son atribuibles a nuestra especie. Y, aunque hay pruebas de que otras especies tienen conductas vinculadas al fin de la vida, no se acercan a la profundidad y complejidad humana. Todo ello, porque el ser humano es consciente de lo que implica la muerte.

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman decía que el principal temor del ser humano es la muerte. Y que buena parte de nuestra vida la pasamos distrayéndonos para no reflexionar mucho sobre el fin de nuestro bien más preciado. “Todos quieren constantemente terminar y comenzar otra vez desde el principio para olvidarse del final que habrá de terminar con todo, más allá del cual ya no va a haber más nuevos comienzos”.

El común denominador de los seres humanos no quiere descanso o contemplación (¡qué aburrido!). Por el contrario, busca incesantemente ignorar la muerte. De nuevo, nos señala Bauman: “No hay más forma de escaparse del destino humano que en las diversiones, y no se podrá culpar a nuestros congéneres mortales por desearlas. Su error no está en buscar agitación, si lo que hacen les viene de un deseo de entretenerse. Lo que es erróneo es buscar algo pensando que el hecho de poseerlo les traerá una felicidad verdadera; solo en ese caso uno no se equivoca en acusarlos de vanidad”.

El viernes de hace dos semanas falleció mi esposa Raquel, después de 30 años de matrimonio. Y he pasado los últimos días reflexionando sobre la muerte y sus rituales. Vivimos en una era espantada por el envejecimiento y la muerte. Sin embargo, ¿cómo logramos morir sin incomodar a los vivos? Pues, en lo posible, ocultamos los aspectos más dolorosos de la muerte. Pese a que Raquel falleciera un viernes, ya estaba enterrada para el domingo. En ese poco tiempo pasó de la cama clínica a su tumba.

Ocultamos y apuramos los ritos de muerte, pero ¿cómo se logra? Pues encargándola a una industria que procesa a tu ser querido, minimizando lo que ha ocurrido con su vida y cuerpo y cómo disponemos de él. Es la industria funeraria que se ha organizado de tal manera para que la muerte misma no incomode. No voy a ser hipócrita, su eficiencia significó que yo sufriera menos. Aprecio la eficiencia fordista, pero, por el otro lado, me considero vulnerado porque no respetaron mi derecho al que jamás es cuestión de apuro. La eficiencia mató lo sagrado y alentó un sentimiento de apuro y profanación.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología

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