Por las señales que ha venido mostrando en las últimas dos semanas, el Ejecutivo parece haber alcanzado al fin un consenso en su interior para empujar la reforma laboral.
Como se recuerda, durante su discurso en CADE Ejecutivos, el presidente Martín Vizcarra afirmó que uno de los factores que explican el grueso porcentaje de informalidad de la economía peruana (73%) tiene que ver con el “alto costo laboral no salarial, que duplica y hasta triplica el de nuestros pares de la Alianza del Pacífico” y se comprometió a trabajar “para resolver estos temas […] por la vía institucional”. A la ponencia del mandatario, además, le siguió una semana después la renuncia del ahora ex titular del Ministerio de Trabajo Christian Sánchez, que venía exhibiendo públicamente su disconformidad con la posición del jefe del Estado respecto a la urgencia de la reforma. Y hace dos días, el presidente del Consejo de Ministros, César Villanueva, reconoció en una entrevista radial que “el tema de la reforma laboral es bastante sensible; sin embargo, hay que afrontarlo”.
Cierto es que, como señala el ministro Villanueva, el tópico de la reforma laboral, además de uno de los que requiere mayor atención, es uno de los que más resistencias genera. Particularmente por las motivaciones ideológicas o los intereses de ciertos sectores que consideran que una transformación de esta naturaleza equivaldría a una precarización de la posición de los trabajadores. Nada, dicho sea de paso, más alejado de la realidad.
Sin embargo, habría que recordarle al primer ministro que es precisamente en ‘temas sensibles’ como este en los que vale la pena invertir el capital político. Y, tal como mencionamos ayer en este espacio, tras el abrumador respaldo que le otorgó la ciudadanía a cada una de sus posiciones en el referéndum del domingo, el gobierno de Vizcarra cuenta con un capital político inédito en décadas para echar a andar las reformas que el país requiere para ganar competitividad. En otras palabras, si existe un momento apropiado para emprender la reforma laboral, ese es hoy.
Ahora bien, la sola voluntad del Gobierno en este emprendimiento –si bien constituye un gran primer paso– no es suficiente. Hará falta que la administración de Vizcarra exhiba también una gran convicción y firmeza para hacer frente a las resistencias que, previsiblemente, surgirán en ciertos sectores de la ciudadanía interesados en mantener el statu quo. Un riesgo no menor si tomamos en cuenta que este Gobierno ya ha registrado, en otras iniciativas, algunos penosos antecedentes de retroceder ante la presión de grupos de interés.
Por ello, aparte de buscar consenso a nivel social (recurriendo a algunos espacios de diálogo, como el Consejo Nacional del Trabajo), el Ejecutivo debe tratar de conseguir adhesiones a nivel político buscando, por ejemplo, el apoyo del resto de bancadas en el Congreso.
Apoyo, efectivamente, para hacer frente a los principales obstáculos que explican el pobre desempeño de nuestro país en esta materia: la rigidez laboral y la alta informalidad. Sobre lo primero, porque implica revisar algunas figuras como la reposición del trabajador como medida de compensación tras un despido arbitrario. Algo que, a pesar de su innegable impacto en la contratación y el despido en nuestro país, puede resultar poco potable para la popularidad del Gobierno.
Y sobre lo segundo, porque pondrá en el debate los costos no salariales que las empresas pagan –como vacaciones, CTS o gratificaciones–, cuya sola mención puede hacer saltar algunas alarmas (basta ver cómo el propio Villanueva ha tenido que aclarar que no ‘quitarán beneficios ya adquiridos’ luego de que unas declaraciones suyas cuestionando la cantidad de vacaciones que contempla la ley peruana provocasen cierta agitación).
En fin, la reforma que empieza el Gobierno requerirá de un trabajo arduo, sensible y coordinado. Y, en ese sentido, los puntos ganados en las encuestas que pueda dejar en el camino no se equiparan con lo que el Perú ganará si Vizcarra obtiene éxito en esta materia.