Como informó este Diario el jueves pasado, la empresa Odebrecht S.A. ha presentado, a través de su subsidiaria en Luxemburgo, una demanda contra el Estado Peruano ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi). En esta, la firma exige el pago de una indemnización de US$1.200 millones por el fin de la concesión al consorcio Gasoducto Sur Peruano en enero del 2017 por decisión del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski.
Según la empresa, protagonista de una de las mayores tramas de corrupción de la historia de América Latina, la resolución del contrato hace tres años entrañó “un golpe muy fuerte”, habida cuenta del tamaño de la inversión y sus responsabilidades para con sus acreedores financieros y aseguradoras internacionales.
A estas alturas del Caso Lava Jato, y conscientes de cómo Odebrecht conspiró con múltiples políticos peruanos –incluidos expresidentes, según el Ministerio Público– para beneficiarse con la concesión de obras de infraestructura en el país, resulta difícil interpretar la demanda hecha por la compañía, y el “golpe” que asegura haber recibido, como algo distinto a una afrentosa desfachatez. Los embates de la transnacional a nuestra institucionalidad y a nuestro Estado de derecho aún están lejos de sanarse y acciones como la que nos ocupa delatan que ella aún no llega a reconocer la escala del daño perpetrado.
El Ministerio de Economía y Finanzas, además, ha descrito de manera acertada el asidero de la decisión que tomó el Gobierno en el 2017. Como dijeron, el Estado dio por terminado el contrato porque el consorcio no logró obtener el financiamiento y acreditar el cierre financiero dentro del plazo previsto, incluso con dos prórrogas de por medio.
Las condiciones en las que se hace la solicitud de arbitraje, asimismo, luego de que la firma y sus otrora representantes legales hayan admitido haber hecho pagos ilícitos para obtener la concesión del gasoducto, resultan ofensivamente irónicas. De hecho, existe un acta en la que Odebrecht reconoce, ante el equipo especial Lava Jato, que realizó los referidos desembolsos. Sin embargo, a pesar de que esta circunstancia –y toda la información y pruebas sobre corrupción en manos de la fiscalía– puede fortalecer la defensa del Perú ante el Ciadi (en línea con lo aseverado por fuentes de la procuraduría ad hoc encargada del caso), el proceso en sí va a significar un gasto millonario para el Gobierno y un trance que hubiese sido preferible evitar.
Por el momento toca revisar qué plantea la compañía en la demanda interpuesta. Como explicó a este Diario el fiscal Rafael Vela Barba, una de las claves será ver si lo expresado en esta se riñe con la mencionada declaratoria de culpabilidad, con el fin de determinar si se incluye o no a la compañía y a sus exejecutivos en el Caso Gasoducto del Sur. Independientemente de todo, empero, el solo planteamiento de la demanda nos permite cuestionar la buena fe de los corruptores en la investigación, y de existir una contradicción en los términos, tendrá que respondérseles con todo el peso de la ley.
Ayer, a propósito del revuelo generado, Odebrecht emitió un comunicado en el que deja claras sus pretensiones con el camino que ha emprendido. En este señala que está “dispuesta a encontrar junto con las entidades competentes del Estado una solución que permita suspender el proceso arbitral, garantizando lo más pronto posible el reinicio del proyecto Gasoducto Sur Peruano por otro inversionista privado” y reafirma su voluntad de “seguir cumpliendo de forma integral el acuerdo de colaboración”. La firma, en suma, procura ejercer presión para recuperar el dinero invertido en una obra que, según su propia admisión, manchó con pagos ilícitos.
Así las cosas, toca exigir al Gobierno, ante el tupé expresado por la empresa, una defensa diligente de los intereses del país ante el Ciadi. La maculada imagen de la compañía brasileña y los resultados obtenidos por el país en esta instancia en el pasado (de 17 controversias, 14 han sido favorables para el Perú) son un buen augurio.