Hace dos días, el presidente del Tribunal Constitucional (TC), Ernesto Blume Fortini, envió una carta al titular del Congreso, Daniel Salaverry, en la que le solicita que dé inicio al trámite para la elección de seis de los siete magistrados del tribunal, cuyo mandato vence a mediados del 2019. Como se recuerda, los jueces Manuel Miranda, Carlos Ramos, José Luis Sardón, Marianella Ledesma, Eloy Espinosa-Saldaña y el mismo Blume fueron designados en el 2014 por el Parlamento anterior para un período de cinco años que termina en junio próximo.
Y aunque probablemente la discusión sobre los eventuales nominados y el debate sobre la idoneidad de tal o cual candidato recién empezará a ocupar la agenda política en los siguientes meses, existe desde ya una serie de razones que vale la pena traer a colación para resaltar por qué esta no es una votación que pueda ser tomada con ligereza ni por la opinión pública ni, especialmente, por los congresistas de la República.
En primer lugar, hay que destacar la labor que ha venido cumpliendo el TC en la protección de las fronteras de la Constitución y las libertades individuales. En efecto, de un tiempo a esta parte, la entidad se ha erigido como el contrapeso más efectivo para contener los impulsos de un Congreso que ha intentado deslizar leyes incompatibles con la Carta Magna, extralimitándose en sus funciones, desoyendo las advertencias del Ejecutivo y utilizando la fuerza de los números.
Recordemos, si no, las ocasiones en las que ha declarado la inconstitucionalidad de algunas leyes aprobadas por el Legislativo, como la norma que prohibía la publicidad estatal en medios privados (conocida como ‘ley mordaza’), la ley antitransfuguismo o los cambios a la cuestión de confianza. Así como también la interpretación que hizo el TC sobre la resolución legislativa de la bancada mixta para precisar sus alcances.
En segundo lugar, porque –más allá de discrepancias naturales en algunas de sus decisiones o el cuestionamiento a la idoneidad de uno de sus miembros (tanto por haber consignado información incorrecta sobre sus credenciales académicas como por haber sido ponente de la resolución que modificó el sentido de una sentencia definitiva)– la imagen del órgano constitucional se ha mantenido alejada de cuestionamientos sobre su ecuanimidad. Esto que puede sonar ordinario, en momentos en los que la difusión de un conjunto de audios ha puesto en entredicho la probidad de nuestros jueces y ha ensuciado la imagen de los pisos más altos de nuestra judicatura, como la junta de fiscales supremos o la Corte Suprema, constituye una necesaria excepción que les devuelve a los ciudadanos una bocanada de esperanza en sus instituciones.
Por otro lado, dado que la elección de los magistrados requiere de una cantidad de votos que ninguna bancada puede alcanzar por sí sola (87), el proceso representa una oportunidad única para que las fuerzas parlamentarias empiecen a tejer consensos a fin de elegir un tribunal aséptico y alejado de cualquier color partidario. Ahora que desde distintas orillas del Parlamento se subraya la necesidad del diálogo, esta elección es una ocasión inmejorable para poner en práctica lo que hasta el momento ha sido un ejercicio retórico.
De más está decir que eligiendo buenos cuadros, asimismo, el Congreso puede demostrar a la ciudadanía que todavía cuenta con la capacidad de mirar más allá de las simpatías políticas y de las refriegas intestinas para priorizar el beneficio del país. Algo cardinal para una institución que, según la última encuesta de El Comercio-Ipsos, carga con una alarmante desaprobación (77%).
En ese sentido, repetir un escenario similar al del 2016, cuando el Congreso eligió a tres miembros del directorio del Banco Central de Reserva en una votación controversial –pues los postulantes se conocieron apenas un día antes de la elección y no hubo un intento por alcanzar un consenso mínimo entre las bancadas–, solo contribuirá aun más a reducir el magro respaldo con el que cuentan.
En fin, solo queda esperar que los legisladores entiendan que esta no es una elección cualquiera y que, en último término, las consecuencias de priorizar consideraciones partidarias en un proceso como este las sufriremos todos los peruanos.