Tres veces recibió Dina Boluarte al directorio de Petro-Perú presidido por Oliver Stark, cuando las autoridades del MEF y del Minem, que integran la Junta de Accionistas, ya estaban de acuerdo con el plan de salvataje. En las reuniones ella asentía con la cabeza, como si estuviera conforme con todo. Mas no era así. Había algunos ministros en estas reuniones. Uno de ellos, el primer ministro Gustavo Adrianzén, le dijo a Stark en la antesala:
−Queremos ayudarlos, pero no hablen mucho de inversión privada a la presidenta. La ponen nerviosa.
Boluarte tenía resistencia ideológica hacia la fórmula planteada: capitalizar deudas y otorgar más crédito público a Petro-Perú mientras una compañía externa la transformaba integralmente para que pagara sus obligaciones y viviera por sí sola. Desconfiaba del grupo encabezado por Stark, demasiado vinculado al sector privado para su gusto (hasta proponía deshacerse de una joya de la familia, el emblemático edificio de 22 pisos en el Paseo de la República). Aunque finalmente aprobó sus propuestas –que incluían la sostenibilidad del oleoducto y una reducción sistemática de gastos e inversiones–, Boluarte quería que el timonel de la reestructuración fuera Óscar Vera, un prospecto de wayki, de alma gemela en Petro-Perú. Lo que escuchaba de Stark por un oído, lo entendía mejor cuando Vera se lo explicaba por el otro.
Vera es un símbolo de la administración que llevó a la ruina a la empresa. Primero fue gerente de línea, luego director en representación de los trabajadores y finalmente ministro de Energía y Minas, cargo que dejó cuando el barco se hundía y los socios de Boluarte en el Congreso exigían cambios. Hoy es gerente general. El presidente del directorio, Alejandro Narváez, en cierto modo también es de la casa, pues ocupó el cargo entre el 2003 y el 2005. Podría decirse que entonces no había crisis, pues existe la impresión de que esta comenzó después, cuando se hizo insoportable el costo de la nueva refinería de Talara. Sin embargo, existen cifras demostrativas de que el problema se incubó anteriormente.
Entre 1993 y 1996 fueron vendidos diversos activos de Petro-Perú, por US$673′000.000, pero el dinero no le fue transferido por el Estado. Eran lotes petroleros, grifos, buques, plantas eléctricas, de gas y de lubricantes, además de la refinería La Pampilla. Las utilidades operativas que la empresa dejó de percibir por esta privatización se han estimado en US$2.187′000.000 a setiembre del 2005. Ahora vendría a ser un 62% más. Hay que añadir los desembolsos que Petro-Perú hizo por cuenta del Estado sin que le fueran devueltos.
Por ejemplo, Petro-Perú asumió el costo de la exoneración del IGV dispuesta por la Ley de Promoción de la Inversión en la Amazonía, decretada por Alberto Fujimori en diciembre de 1998. Encajó en contra S/2.532′000.000. Cargó también con S/1.818′000.000 del IGV correspondiente a la modernización de la refinería de Talara. Durante un tiempo se le obligó a pagar las pensiones de sus jubilados con cédula viva, otro gasto impropio que debía hacerlo la Oficina Nacional de Pensiones. Los desembolsos no recuperados sumaron S/6.500′000.000, sin contar los gastos superfluos, gollerías, corruptelas y dispendios de toda índole en los que incurría la especie de club privado que montaron sus funcionarios. Lo que dicen estas cifras es que siempre hubo un manejo político de la empresa, y que mucho antes de la refinería de Talara –que ha llegado a costar 4,5 veces más desde un presupuesto inicial de US$1′334.000– se perdieron miles de millones.
No existe un peritaje que haya reconstruido la manera en la que el proyecto de Talara se salió de control, al punto de que el nuevo directorio anunció un análisis forense, a cargo de una empresa especializada. La Contraloría General de la República no ha culminado un estudio al respecto. En “La tragedia de las empresas sin dueño”, un libro sobre su experiencia como presidente de Petro-Perú (2019-2020), Carlos Paredes sostiene que el gran impulsor del proyecto fue la cofradía de funcionarios que sobrevivieron a la semiprivatización de los años 90. En el 2008, durante el gobierno del Partido Aprista, la española Técnicas Reunidas realizó estudios que primero fueron para adecuar la planta a estándares ambientales internacionales y luego para modernizarla, en la práctica concibiendo una nueva refinería. Pero Alan García no aprobó la controvertida inversión. Lo hizo Ollanta Humala, luego de un episodio que lo enfrentó con su ministro de Economía y Finanzas, Luis Castilla.
Durante la reunión del Foro Económico Mundial, en Lima, el 22 de abril del 2013, Humala se reunió con el presidente de la española Repsol, Antonio Brufeau, para expresarle el interés de Petro-Perú de adquirir sus activos. Recompraría lo que en la década anterior había privatizado sin recibir un mango: 200 grifos, la refinería La Pampilla; Solgas, que producía y distribuía gas licuado. Estaba en la movida el entonces ministro de Energía, Jorge Merino, así como el equipo de la “gran transformación”, que pretendía empoderar a la petrolera estatal. Pero Castilla no sabía nada.
El ministro fue a hablar con Humala y su esposa Nadine Heredia para decirles que, si continuaban con la idea, renunciaría al Gabinete. Comprar Repsol implicaba abandonar la subsidiaridad del rol del Estado en la economía, perjudicando la atención de otras necesidades, dijo. Posteriormente, Humala y el propio Castilla negarían que hubo este amago de renuncia, que se quedó en intentona porque la pareja presidencial le contestó al ministro que no querían perderlo. Sin embargo, el presidente le advirtió que la modernización de la refinería de Talara debía realizarse de todas maneras.
Y fue así como Castilla transó con los Humala, resignándose al mal menor. Una noche se reunió con los principales empresarios peruanos, preocupados de que Petro-Perú acariciara sueños de grandeza, para decirles que por ley –que se dio en diciembre del 2013– la empresa modernizaría su refinería y nada más. En la casa de Eduardo Hochschild estaban Dionisio Romero, Carlos Rodríguez Pastor, José Graña, Roque Benavides, entre otros.
En ese momento, los estudios encargados por el MEF a Cofide indicaban que se requeriría otorgarle un crédito revolvente de US$500 millones para que pudiera aportar unos US$2.000 millones al proyecto. Socios privados aportarían US$1.500 millones, para un costo total de US$3.500 millones. Todo esto en teoría, considerando que los flujos de retorno alcanzarían para evitar que se ejecute la garantía del Estado. La realidad hizo añicos los cálculos. Sucesivas postergaciones originadas en la ineptitud estatal para el manejo de una obra tan compleja llevaron a un costo que a comienzos del 2024 superaba los US$6.000 millones. La asociación con inversionistas privados nunca se produjo.
Ha sido llamativo que el titular del Minem, Rómulo Mucho, expresara que el nuevo directorio está “en la línea del primer ministro”. Los nombramientos demoraron dos meses por la necesidad de la presidenta Boluarte de tener un wayki adentro, atendida con Óscar Vera en la gerencia general, nombrado por el directorio a propuesta del presidente Narváez. Así las cosas, la principal interrogante es si se contratará una gestión privada libre de interferencias (algo que la presidenta pudiera confundir con “privatización”) o si el manejo estará bajo la presión de una collera de funcionarios. La hoja de ruta del anterior directorio incluía la propuesta de una legislación que proporcionara autonomía a la administración, para que no volviera a ser caja chica de los gobiernos. De momento, todo es incierto. Narváez, saliendo al paso de los desconfiados, ha asegurado que no pedirá más dinero y que, a mediados del 2025, mostrará cifras en azul.