Las amplias protestas en contra del efímero gobierno de Manuel Merino y el reciente fallo del Tribunal Constitucional respecto a la vacancia presidencial por incapacidad moral le han dado intensidad renovada al pedido de una nueva Constitución. En las redes sociales, el campo de batalla del pensamiento político contemporáneo, circulan memes, infografías, videos y tuits a favor de una asamblea constituyente.
Cambiar de Constitución parece ser la vía que propone un sector de la población, particularmente un segmento de los jóvenes, para mejorar la situación de nuestra democracia. Sin embargo, ello, que aparenta ser una iniciativa noble, es, no tan en el fondo, una pésima idea.
Voy a esbozar dos ideas por las cuales considero que el resultado de una gesta constitucional podría ser el opuesto al objetivo de los que la proponen. En primer lugar, lo más probable es que cambiar todo haga que todo siga igual. Al darle a un grupo de personas la tarea de escribir desde cero la Constitución, nada nos asegura que los cambios que son indispensables se realicen. Es decir, podría haber gestos grandilocuentes en artículos simbólicos, pero que las cinco o seis cosas que sí merecen una revisión se mantengan idénticas o sin modificaciones significativas. El otro lado de la moneda a este argumento es aún peor. Una asamblea constituyente abre la puerta a que el nuevo texto sea peor que el original. Por ejemplo, supongamos que se elimina la inmunidad parlamentaria pero se contrabandean restricciones a las cuestiones de confianza, como ha ocurrido anteriormente. Lo cierto es que los ciudadanos tendrían muy poco control sobre la redacción menuda de la nueva Carta Magna.
Lo cual me lleva a mi segundo punto. ¿Por qué, frente a una situación de inmensa desconfianza a la clase política, querríamos darle el poder a esta élite para replantear las reglas de juego de la nación? Si el Congreso es desaprobado por el 90% de peruanos, ¿por qué querríamos ofrecerle la oportunidad de tener en sus manos ese poder? Si bien es cierto que no serían los actuales parlamentarios los que tendrían a su cargo la tarea de escribir la nueva Constitución, sí es inevitable que sean personajes sumamente similares. En el hipotético caso de que se convoque a un congreso constituyente democrático, serían los 24 partidos inscritos, por los que buena parte de peruanos no quiere votar, los que participarían de la elección. Si, por otro lado, se opta por la figura de una asamblea constituyente, son estos mismos grupos políticos los que tienen la capacidad y la motivación para anotarse en la contienda por un asiento en ese espacio.
Si es que lo que se quiere es replantear los artículos referentes a la vacancia por incapacidad moral permanente y la inmunidad parlamentaria, hay dos caminos mucho más eficientes que reescribir la Constitución. En primer lugar, está la reforma constitucional por doble votación. Este camino depende enteramente del Congreso. Si ello no es viable o conveniente, se puede optar por un referéndum, como el que tuvimos hace un par de años para regular la reelección parlamentaria, entre otros temas. Aun así el Ejecutivo no quiera promover un plebiscito, los ciudadanos pueden hacerlo a través de firmas: 0,3% del padrón electoral.
El nuevo pacto social que se quiere promover a través del cambio constitucional no pasa por lo que está escrito en un papel, pasa por el compromiso de los actores políticos con el bien común y la democracia. Si queremos un mejor país, es necesario que los buenos peruanos participen en política, no que tratemos de hacer mejores reglas para que los malos no se porten tan mal.