A los partidarios de la libertad económica se nos atribuye una creencia dogmática en la infalibilidad del mercado. Ambas, la creencia y la atribución, son falsas. El mercado, ciertamente, no es infalible. Pero nadie cree eso. No, al menos, este librecambista.
Quien diga que el mercado es infalible no sabe de lo que está hablando. Lo que sí podemos decir son dos cosas. Primero, que el mercado yerra con menos frecuencia y, en general, por un margen menor que cualquier otro mecanismo para decidir cómo utilizar los recursos disponibles en la sociedad, tales como la planificación centralizada o el planeamiento “estratégico” dirigido por el Estado. Segundo, que cuando yerra, corrige más rápidamente su error.
En el concepto mismo del precio de mercado, acaso el más fundamental de la ciencia económica, se revela que no hay ninguna pretensión de infalibilidad. Decimos que el precio de mercado es un precio de equilibrio cuando la oferta es igual a la demanda. Todo el que quiera comprar un artículo cualquiera y esté dispuesto a pagar ese precio o más encuentra quién quiera vendérselo. Y todo el que quiera venderlo y esté dispuesto a aceptar ese precio o menos encuentra quién quiera comprárselo.
La idea de que hay un precio que equilibra el mercado supone que no todos valoramos un producto de la misma manera. Algunos estamos dispuestos a pagar más que otros. O, si nos ponemos al otro lado, algunos podemos producirlo y venderlo a un precio más bajo que otros. El precio de mercado no puede ser, pues, un precio “correcto” en ningún sentido absoluto. Es solamente un precio que iguala las cantidades que la gente quiere comprar y vender en un momento determinado.
Lo más importante es que el precio de mercado se adapta a las circunstancias. Si cambian las preferencias del público o las condiciones de producción, el precio de mercado también cambiará, tratando de restablecer el equilibrio entre la oferta y la demanda. Pero quien restablece ese equilibrio no es ninguna entidad abstracta llamada mercado, sino gente de carne y hueso que tiene una motivación –el lucro y, en última instancia, su bienestar personal– para aumentar la producción, si es que se puede producir más a un precio que el público esté dispuesto a pagar, o para reducirla, de tal manera que no se desperdicien recursos produciendo cosas que nadie quiere comprar.
Es aquí precisamente donde se pone de manifiesto la superioridad del mercado sobre la intervención estatal, porque ningún funcionario público ni comisión técnica tiene la misma motivación para evitar errores de cálculo. El empresario que levanta un edificio pensando que puede vender los departamentos a un precio que cubra el costo de producción y le deje un margen de ganancia tendrá que sacrificar esta última si el público no responde como esperaba. El mensaje puede tardar en llegar, pero eventualmente llega a oídos de otros empresarios que deciden no iniciar nuevos proyectos. Lo que quieren es ganar plata, no perderla. El Estado, mientras tanto, puede seguir ejecutando su plan estratégico y construyendo edificios, aunque queden desocupados.
La infalibilidad de todo sistema económico naufraga con las limitaciones del entendimiento humano. La gran diferencia entre uno y otro son los incentivos para minimizar los errores y corregirlos, cuando ocurran, en el menor tiempo posible.