La muerte a balazos de Michael Brown, un joven negro que se encontraba desarmado, por parte de un policía blanco, ha concentrado la atención de Estados Unidos en el pueblo de Ferguson, un suburbio de San Luis, Misuri, donde ocurrió la tragedia.
La agresividad contra la población (mayormente negra) y la prensa con la que ha respondido la policía (mayormente blanca) a las posteriores manifestaciones, ha puesto en evidencia la falta de transparencia y el irrespeto a los derechos civiles del departamento policial local. Por ejemplo, sin dar justificaciones, la policía ha arrestado a periodistas que cubrían los acontecimientos, ha acosado físicamente a medios reportando los eventos, y ha lanzado gas lacrimógeno a gente pacífica en su propiedad privada.
Buena parte de lo que estamos presenciando, sin embargo, es un problema grave que va más allá de Ferguson. Se trata de la militarización de la policía en EE.UU. Tal como señala el experto legal Walter Olson, llama la atención que las imágenes que vemos de este pueblo consisten en vehículos armados de guerra, policías vestidos de camuflaje y tácticas marciales para controlar al público. En su libro sobre “el policía guerrero” el escritor Radley Balko documenta cómo se ha vuelto común que las fuerzas policiales de EE.UU. adopten los métodos, el equipo y hasta la mentalidad de una fuerza militar.
Los equipos SWAT, por ejemplo, antes se usaban únicamente en situaciones de emergencia, como en casos de secuestros o de fugitivos armados. Hoy se usan mayormente para ejecutar órdenes judiciales contra sospechosos de crímenes no violentos. A principios de los ochenta, los SWAT se usaron unas 3.000 veces por año en EE.UU. Para el 2005, su uso anual había aumentado a 50.000. De tal forma, los equipos SWAT ahora se despliegan donde se sospecha que hay juegos de póquer, menores de edad tomando alcohol, o hasta negocios que no están cumpliendo con regulaciones.
La militarización de la policía va más allá del uso de los SWAT, y su origen radica en los subsidios y apoyos federales a fuerzas policiales locales cuya finalidad es combatir “guerras” contra las drogas, contra el terrorismo y contra el crimen. El Departamento de Defensa, por ejemplo, ha distribuido equipamiento militar a 17.000 agencias policiales, con un valor el año pasado de casi $450 millones. El Departamento de Seguridad Nacional ha gastado más de $7.000 millones en la última década de la misma manera. Un reporte reciente del Senador republicano Tom Coburn, sin embargo, no encuentra evidencia de que las ciudades estadounidenses ahora sean más seguras que antes, pero sí encuentra numerosos gastos ridículos, como $286.000 en una tanqueta para que un pueblo en el estado de New Hampshire la usara durante su festival de calabaza.
La guerra contra las drogas ha sido una de las razones principales por las que el gobierno federal incentiva la militarización de las fuerzas policiales, pues el uso de ciertas platas federales se condiciona al combate al narcotráfico. La Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés) encontró que el 62% de las veces en que se usaron los SWAT fue para buscar drogas, típicamente en los hogares de la gente.
Las minorías son las más afectadas. Según la ACLU, la mayoría de la gente redada por los operativos SWAT son minorías. Y, por supuesto, las tácticas paramilitares para conducir investigaciones criminales no solo han resultado en la violación de derechos civiles, sino también en la muerte de docenas de personas inocentes.
La militarización de la policía en EE.UU. es, como dice la ACLU, peligrosa, ubicua e innecesaria. Ojalá los acontecimientos de Ferguson contribuyan a que los estadounidenses vuelvan a su tradición de mantener una línea clara entre la policía, cuyo trabajo es proteger los derechos de las personas como parte de la misma sociedad, y las fuerzas armadas, que buscan matar a enemigos en campos de batalla.