Las protestas que buscan detener el desarrollo de grandes proyectos mineros plantean una falsa disyuntiva entre la agricultura y la minería. El objetivo declarado suele ser la protección del medio ambiente. Agua u oro, como sentenció desavisadamente el entonces candidato Ollanta Humala en la última campaña presidencial. Pero la protección ambiental no parece ser un fin en sí misma, sino una defensa de los intereses de los agricultores, especialmente de los pequeños agricultores.
La experiencia de los últimos veinte años debería enseñarnos que el desarrollo de la minería no inhibe el de la agricultura. La competencia por un recurso escaso, como el agua, no ha impedido que ambas actividades crezcan simultáneamente. Y no tendría por qué. En todo proceso de crecimiento económico hay sectores que compiten entre sí por el uso de determinados recursos y empresas que compiten al interior de un mismo sector por recursos más especializados aún; pero eso no significa que solamente puedan crecer un sector o una empresa.
Veamos qué ha ocurrido en los principales departamentos mineros del país: Áncash, Cusco, Arequipa y Cajamarca, en ese orden, que en el 2012 representaban la mitad del producto bruto interno (PBI) de la minería peruana. ¿Qué ha pasado allí con la agricultura? Pues que entre los años 2007 y 2012 el PBI agrícola creció 19% en Áncash, 23% en Cusco, 20% en Arequipa y 12% en Cajamarca. Los casos de Cusco y Cajamarca son particularmente interesantes porque en esos años el PBI minero departamental se duplicó en el primero y creció en un 50% en el segundo.
Lima y Pasco también tienen desde hace siglos –y Moquegua desde hace décadas– una importante producción minera. Y en cada uno de ellos el PBI agrícola creció entre 20% y 30% en esos mismos cinco años. Similares tasas de crecimiento agrario se observan en Amazonas, San Martín y Lambayeque, los departamentos con menor actividad minera.
Tomadas en conjunto, estas cifras demuestran que el crecimiento sostenido de la agricultura en las dos últimas décadas se debe a otros factores que no tienen nada que ver con la proximidad (o no) de operaciones mineras, que supuestamente afectan la disponibilidad de agua o la pureza del aire.
Miremos ahora la evolución de la agricultura en los principales departamentos mineros desde un ángulo distinto. La superficie cosechada de los principales cultivos (arroz, frejol, maíz, papa y trigo) aumentó de 287.000 a 353.000 hectáreas entre el 2004 y 2013. En particular, la superficie dedicada al arroz, un cultivo que insume ingentes cantidades de agua, aumentó en 25% en ese período.
Pero además la productividad de la tierra –siempre en los cuatro principales departamentos mineros– mejoró considerablemente. El rendimiento de los cultivos de papa, medido en toneladas por hectárea, subió en 26%; el del arroz, en 15%; el del maíz, en 14%. No parecen síntomas de una actividad diezmada por la contaminación del agua, del aire ni del suelo.
Puede haber preocupaciones legítimas sobre el tratamiento de las aguas residuales, sobre las emisiones de gases, sobre la disposición de los relaves. Para eso justamente están los estudios de impacto ambiental. Pero a juzgar por nuestra historia reciente, los temores de que los grandes proyectos mineros comprometan el futuro de la agricultura no tienen ningún fundamento.