Con la estadística, hemos pasado de la sequía al diluvio. Y como sucede con la lluvia, es difícil decir si es peor la falta o el exceso.
La interpretación del Perú de José Carlos Mariátegui fue lograda sin apelar a los números: en sus páginas encuentro apenas tres o cuatro datos referidos al comercio exterior, la población de Lima y la fuerza laboral de las haciendas azucareras. Hace un cuarto de siglo se podía leer un periódico casi sin números, salvo las fechas. Hoy las noticias en cualquier medio de información llegan saturadas de cifras. A diario nos informamos del número de vacas que posee Cajamarca, de cuántas personas fueron asaltadas en Trujillo, de los niveles de las reservas internacionales y del ráting crediticio del país. La luz invasiva de la estadística penetra incluso la vida subjetiva. Gracias al invento de las encuestas de opinión podemos conocer, por ejemplo, en cuánto ha aumentado la sensación de inseguridad de los ciudadanos, sus planes de compras, expectativas económicas, preferencias políticas y hasta estado de felicidad.
Los inicios de mi vida profesional coincidieron con la masificación de la estadística. La carencia de datos representaba todavía una gran limitación para el economista pero el mundo empezaba a crear estadísticas nuevas. El BCR fue pionero en el cálculo del PBI y un profesor de San Marcos, Leoncio Palacios, realizó la primera encuesta del gasto familiar. Años después, el BCR elaboró el primer mapa de pobreza.
El estado rudimentario de la ciencia estadística se prestó a errores que impactaron sobre la política. Uno fue la subestimación del crecimiento del PBI que según las cifras había sido un magro 1,5% anual durante una década. Ese resultado fue usado para justificar un giro político hacia el intervencionismo estatal en la economía, incluyendo mayor protección arancelaria, mayor gasto público, creación de empresas estatales y el establecimiento de un Instituto de Planificación. Luego se descubriría que se había cometido un error en el cálculo, y que la verdadera cifra del PBI era casi el doble. En algún grado, ese error contribuyó a la debacle del primer gobierno de Belaunde.
Otro error estadístico tuvo que ver con la concentración de la propiedad de la tierra agrícola. La cifra presentada no tuvo en cuenta que la productividad de la tierra difería enormemente según fuera cultivable o sirviera simplemente para pastos, y según fuera irrigada o no, creando la ilusión de que una simple redistribución de la propiedad solucionaría la pobreza rural. Más que error, se trataba de una cifra mañosa para justificar una reforma agraria pero su efecto fue una década de descuido de la infraestructura rural y de la productividad del campo.
Podría decirse que se trató de errores de aprendizaje, pero la multiplicación de las estadísticas en décadas más recientes significa que seguimos viviendo ese aprendizaje y que siguen abriéndose posibilidades de error en el cálculo y de manipulación en la presentación de los datos que cada día manejan más nuestras vidas.
Se vuelve urgente entonces una reflexión acerca del control de calidad en relación a las estadísticas. Los posibles instrumentos serían sobre todo la autonomía política de las oficinas técnicas, como existe para el BCR y las entidades reguladoras, además de la ética profesional de los técnicos, y la educación del público. Entre tanto, seguiremos cada día más expuestos a que, en vez de servir para lograr un gobierno más efectivo, los datos sirvan a los que solo buscan un beneficio propio, sea político o empresarial.