Se inicia un nuevo año académico y muchos jóvenes sienten la atracción de una vocación intelectual. Sugiero dos posibles interpretaciones de lo que podría ser esa vocación.
Una de ellas ha sido enérgicamente expuesta por el doctor Gonzalo Portocarrero, profesor de Sociología de la Pontificia Universidad Católica, en una columna reciente en este Diario. Debo mencionar que soy un seguidor y admirador de las opiniones de Portocarrero, que se distinguen por su actitud reflexiva y su permanente exploración de nuestra realidad. En la columna mencionada, Portocarrero lamenta “la desaparición del intelectual” y expresa una esperanza para su recuperación.
La vocación intelectual, según Portocarrero, consistiría en “elaborar y comunicar ideas acerca de la realidad tanto actual como posible” y en “imaginar [...] situaciones que sean las mejores para todos”. La función del intelectual, dice, consiste en elaborar “visiones de futuro que entusiasmen y guíen”. Los intelectuales más trascendentes serían aquellos que logran “seducir a una colectividad”. El intelectual de Portocarrero es un líder moral, un salvador de su pueblo cuyas armas son las ideas. Su lugar de trabajo podrá ser un escritorio y su punto de partida un ejercicio intelectual, pero su misión es proyectarse y cambiar al mundo.
Otra concepción del intelectual es la del científico, cuya vocación no es cambiar al mundo, sino entenderlo. Los descubrimientos y las ideas del científico pueden tener gran trascendencia en la realidad que estudia, pero su objetivo primordial no es la transformación, sino el conocimiento. A la vocación científica no le hace falta proyectarse más allá de su escritorio, ni pasar del descubrimiento al protagonismo del activista.
El gran sociólogo Max Weber dictó dos extraordinarias conferencias que ayudan a esclarecer esas dos concepciones del papel del intelectual, una dedicada a la vocación de la ciencia y otra a la vocación del político, entendiendo la política como cualquier tipo de liderazgo. Para Weber, la actividad política era no solo legítima, sino una respuesta obligatoria exigida por la ética de la responsabilidad y por la ética del compromiso. Sin embargo, la actividad docente debía aislarse de la política; un profesor jamás debía usar el salón de clase para inculcar sus ideas políticas personales.
En cuanto a la vocación de la ciencia, su punto de partida fue el de Auguste Comte, padre de la ciencia moderna de la sociología, para quien el estudio de la humanidad debía guardar la misma objetividad y rigor científico aplicados al estudio del mundo natural. Además, debían separarse la razón y los valores personales, no solo por ética docente, sino además porque la ciencia no tenía respuestas para las incógnitas fundamentales de la vida. En ambas vocaciones el éxito exigía una devoción apasionada para afrontar los altos riesgos de fracaso.
En un ensayo referido a la guerra de Vietnam, Noam Chomsky escribió: “Es la responsabilidad de los intelectuales decir la verdad y exponer las mentiras”. Su ensayo descubre una extraordinaria capacidad para caer en la deshonestidad ante las exigencias de la política. Portocarrero acierta llamando la atención al déficit de intelectuales, pero sugiero una mayor atención a la opción intelectual científica, que incluye la ciencia social y que no necesariamente implica una proyección política. A la vez, debemos enfatizar que, en cualquier vocación intelectual, la lucha por mantener la honestidad es fundamental.