La incondicionalidad es uno de los sentimientos más complejos y ajenos al ser humano. Amar sin restricciones, ser solidario sin esperar nada a cambio, ir por la vida dando simplemente porque quieres dar son retos casi imposibles de cumplir para cualquiera, por más bueno que sea. Los hombres y las mujeres somos producto de sociedades competitivas, hemos puesto todos los recursos del mundo a nuestro servicio, nuestra relación con otros está mediada por sentimientos confusos. No somos seres simples, somos seres humanos.
Por eso, quienes alguna vez han vivido cerca de un perro quedan tocados por esa transparencia en sus afectos. Por la limpieza con la que te quieren, por la sinceridad con la que te gruñen. Si un perro te asume como jefe de la manada, velará por ti de esa manera entre instintiva y doméstica que los hace animales tan especiales. Te guardará de los peligros, se acurrucará con tus tristezas, saltará de emoción cuando tengas algo bueno que compartir.
He tenido perros toda mi vida. De distintas razas, no razas, tamaños y personalidades. Yoyo era un labrador gigante que tenía la parsimonia de un viejo sabio. Timothy, el hermano número seis de la familia que sabía tomar el bus de la esquina y jugar a las escondidas. Taray, una perrita pecosa y tierna que, aunque trataras de evitarlo, siempre te estampaba un beso en la boca.
Y tuve a Tarzán. Una enano cabezón de pelos blancos y revueltos que desde que me miró con sus ojos negros como canicas me convenció de que la incondicionalidad existía. Que alguien podía quedarse despierto a mi lado toda la noche si una angustia no me dejaba dormir. Que me recibía con una algarabía tal de ladridos y piruetas que me hacía pensar que lo único que había hecho en mi ausencia era esperar mi regreso.
Tarzán no fue un perro excepcional. Era simpático y se hacía querer, pero no hubiese ganado un concurso de nada. Nunca me atrevería a decir que fue un perro espectacular para el mundo, pero fue un perro especial para mí; como lo es cada mascota para su respectivo dueño. Y tal vez la clave de ese cariño, tan emocionante como indescifrable, esté en que los perros nos echan en cara, sin proponérselo, eso que los seres humanos no hemos sido capaces hasta ahora: de hacernos cargo del otro, sin excusas ni excepciones.
En momentos en que la transparencia es un bien tan escaso, en que todos tienen una carta marcada, en que la opacidad y la traición abundan en los pasillos de nuestros tres poderes del Estado, pienso en Tarzán. Y me convenzo, una y otra vez, de que hace diez mil años esos semilobos se quedaron a nuestro lado para calentarse con nuestro fuego y comerse nuestras sobras; pero sobre todo para que al mirarlos a los ojos recordáramos que las bestias seguimos siendo nosotros.
Hasta pronto, cabezón. Te olvidaste de enseñarnos a vivir sin ti.