Todos tenemos temores al contagio. Aunque unos más que otros, este es un asunto personal, pero también eminentemente cultural. Por ejemplo, por más que nos digan que la gripe o el resfrío se contagian por las secreciones nasales o las que esparcimos al toser, pocos en Lima se preocupan en serio por cubrirse la cara o por tomar precauciones al tocar algún objeto sobre el que alguien acaba de toser o estornudar (“a mí qué me va a pasar, si Dios es mi copiloto”, “a mí nadie me pisa el poncho”, “yo me las sé todas”, “soy Pepe el vivo”). Tenemos un ego falsamente inflado que nos hace creer invencibles. Así somos los limeños, nos creemos invulnerables en todo ámbito de la vida. Es posible que ello se deba a creencias supersticiosas, a nuestro glorioso pasado o a una simple estrategia de sobrevivencia (“qué se le va a hacer, así nos tocó la mano”).
Lo cierto es que en países como Japón la gente no solo se preocupa por contagiarse sino por la posibilidad de contagiar al otro; por lo que apenas alguien se resfría usa mascarilla, la gente limpia los picaportes de las puertas antes de usarlas o los teclados de las computadoras en lugares públicos. Cada cultura mata sus virus y bacterias según sus creencias, pero el temor al contagio parece ser universal, según relatan los estudios antropológicos.
Con la globalización, los temores a los contagios y a la contaminación se han vuelto temas tremendamente sensibles. Debido a la libertad de moverse por el mundo y ser vistos como seres cosmopolitas (lo que es un valor que genera envidia), hoy los viajeros se transforman en sospechosos, listos para ser aislados y si fuera posible refundidos en las profundidades oceánicas.
Cada cierto tiempo surgen nuevos virus que precisamente nos aterran por su posibilidad de contagio, porque nos resultan invisibles y no sabemos dónde se encuentran. Si bien los expertos nos informan sobre las diversas maneras de contagio de los virus que aparecen cada vez más seguido en los medios de comunicación (en unos casos más fáciles de transmitirse globalmente que en otros) ello no necesariamente nos calma la ansiedad.
Para quienes no somos trabajadores de salud es como imaginarnos en un cuarto oscuro sin saber cuándo una catástrofe nos afectará. Claro que no se trata de ser alarmistas, pero podríamos buscar evidencias para serlo.
Lo objetivo es que existen formas de prevención y en ello se trabaja a escala mundial. Pero me llaman la atención dos tipos de comportamientos en este mundo de riesgos generalizados en relación con los virus. Aquellos que creen en países africanos que el ébola no existe, siendo más bien una conspiración occidental (en Liberia hicieron huir a enfermos tocando los agresores las sábanas y colchones ensangrentados que constituyen fuentes de contagio) y aquellos grupos que en Occidente desconfían de las vacunas contra enfermedades virales como el sarampión, varicela o rubeola, culpándolas de producir autismo en los niños y, por tanto, negándose a usarlas. Lo que al parecer está generando zonas donde están brotando nuevamente estos virus por mucho tiempo controlados. La verdad soy peruana, pero me muero de miedo.