Las “guerras de información” no son novedad, pero han cambiado a lo largo de la historia.
Hace un siglo estalló la Primera Guerra Mundial en un contexto proclive a la lectura, pues las poblaciones europeas se habían alfabetizado. Por ello, los diarios y revistas enviaban a reporteros de guerra para informar a sus ávidos lectores de las condiciones de la guerra. Lo que no sabían, sin embargo, aquellos lectores, es que los corresponsales de guerra eran oficiales retirados que imaginaban los combates y los narraban –sin referentes reales–, pues los ejércitos no permitieron el acceso a las trincheras ni campos de batalla sino hasta 1917.
Con la masificación de la radio y del cine durante la Segunda Guerra Mundial, se desarrolla una industria propagandística de primer nivel que planteaba un mundo maniqueo donde simplemente existían los buenos y los malos. Los países en conflicto se las arreglaron para que los medios exaltaran a los ejércitos nacionales, justificaran la guerra, los enrolamientos compulsivos y denostaran cualquier forma alternativa de pensar; mientras caricaturizaban al adversario. Los dibujos animados estadounidenses y soviéticos son un claro ejemplo de ello.
El poder de la televisión en la guerra de Vietnam marcó un hito significativo al mostrar directamente a la opinión pública estadounidense los crímenes de guerra. Igualmente impactante resultó la fotografía de una niña vietnamita desnuda rociada con napalm corriendo desesperada, captada por la revista “Life”. Por primera vez una nación observaba los horrores de la guerra desde los asientos de sus casas sin mediaciones.
Varios países, principalmente los hegemónicos en términos militares y mediáticos, aprendieron la lección de la guerra de Vietnam. Por un lado, desarrollan ataques armados sin imágenes evitando que reporteros de guerra documenten los horrores de la guerra como los llamados daños colaterales (muertos civiles, destrucción de barrios residenciales, etc.), convirtiendo al ejército en una fuente de información para los medios de comunicación, sin imágenes o con imágenes trucadas o reelaboradas. Por otro lado, logran por distintos medios generar patriotismo introduciendo la temática de la guerra ligada a notas tiernas, familiares y amorosas a través de series ampliamente consumidas por la población.
Sin embargo, hoy las cosas se han complejizado enormemente con la aparición de las redes sociales y la sobreabundancia de información. Si tomamos el complejo caso de Gaza e Israel, no encontramos análisis profundos y críticos en televisión, radio, revistas o periódicos. Las apariciones duran con suerte unos pocos minutos y se repiten sin cesar perdiendo “aura de realidad”. Se apela al dolor y a la emoción (quién los puede contener viendo niños agonizar), pero nos es imposible tomar distancia crítica para escuchar las voces disidentes y pensantes que nos permitan con imaginación llegar a una salida a tremenda crisis. Los videos propagandísticos parecen hechos para contener la ira y la pena de sus públicos objetivos, no para el diálogo o la comprensión. Hoy más que nunca, las guerras y los medios parecen haber entrado en una fase psicótica, donde las imágenes y las palabras discurren en el ciberespacio sin sentido. Y los medios, bien gracias.