A quienes se hayan interesado en el título de este texto les pido que cojan amorosamente sus sentimientos políticos y que los guarden en una cajita reforzada durante tres minutos. Estas líneas no son una justificación de los personajes que esta vez me ocupan, sino el producto de una reflexión tras recordar aquella cita de Cornelius Castoriadis que dice:
“El odio al otro es el reflejo del odio a uno mismo”.
La primera vez que leí la frase del psicoanalista turco la asocié con Alejandro Toledo, quien entonces iba camino de terminar su mandato. Años atrás, Toledo había encarnado la esperanza de un país que quería dejar atrás las convulsiones de una década atroz de corrupción y que soñaba con tentar el desarrollo, pero no tomó mucho tiempo para que las invectivas, chistes y apodos se multiplicaran de forma colosal cuando era mencionado. Un 8,4 % de aprobación a su gestión fue el principal termómetro en esta atmósfera y quedaba claro que sus defectos personales irían a empañar cualquier legado suyo de política pública. ¿Qué lugar ocupó Toledo en nuestro imaginario? El de un hombrecillo que se tomaba sus tragos de manera irresponsable, que mentía para tapar sus pecados y que, incluso, desconoció a una hija que tuvo fuera del matrimonio. Para colmo, se le achacó la fama de impuntual. Para su peor pesadilla, Toledo empezó a encarnar lo que más odiamos los peruanos de nosotros mismos. Sí. Lo que más odiamos, mientras cometemos esos actos con flagrancia.
En estas semanas gran parte del país parece haberse ensañado con Nadine Heredia, la esposa de nuestro actual presidente, y tales reacciones me provocan volver a preguntar: ¿Qué odiamos en Nadine Heredia que odiamos de nosotros como sociedad?
Su caso es más complejo porque la decepción que produce puede ser analizada desde miradas muy distintas, como la que se espera de una mujer, de una esposa y hasta de una simpatizante de la izquierda. Así, por ejemplo, a un sector tradicional siempre le va a incomodar que una mujer le robe el protagonismo al trabajo de su esposo. Un sector progresista va a aplaudir que una mujer pueda decidir hacerse cargo de un hogar como de una labor ejecutiva, pero va a fruncir el ceño si ella no se pronuncia a favor de un Estado laico o de una unión civil. Y a todos, en una sociedad tan clasista, nos generará por lo menos una pequeña fricción comparar a la jovencita en jeans que acompañaba a su marido en marchas antimineras con la dama que hoy se compra accesorios costosos. Siendo tan heterogénea la masa que la condena, voy a ser un suicida al tratar de simplificar lo que más nos jode de ella. Pero aquí voy: quizá sea su falta de coherencia, aquella que tanto nos falta también en nuestros juicios. Toda sociedad busca en su próximo líder a un héroe creíble del cambio. Para muchos, tanto Toledo como la dupla Humala-Heredia encarnaron esta ilusión. Pero en el país del casi, donde quien falla un gol decisivo se convierte en muñeco de Año Nuevo, aquel que desaprovecha la monstruosa oportunidad de redimirnos de nuestras propias carencias no demora en ser tratado como villano.