Hace quince años, tal vez menos, conocí a un joven artista lleno de ideas frescas.
Una vez, en una reunión, notó de qué manera yo revisaba mi agenda, le tachaba algunas citas ya cumplidas y contaba los días para programar futuros compromisos.
–¿Te funciona eso? –me preguntó.
Yo lo debo haber mirado con la cara de a quien le han preguntado si puede vivir sin riñones. Mis amigos más cercanos saben que es más probable verme salir a la calle sin zapatos que sin mi agenda roja.
–¿Tú no usas? –le respondí.
–No. ¿Cómo es?
–Anotas para qué día debes entregar un documento, o un trabajo –le respondí, poniéndole un andador a mis palabras–. Luego calculas los días que imaginas que te tomará y te pones un recordatorio.
–Manya.
Esa mañana entendí en parte por qué mi joven amigo se quejaba de tener que cumplir con sus encargos artísticos casi siempre durante amanecidas y con el estrés de la última hora.
Y me pregunté, además, por qué una herramienta tan elemental de planificación no le fue inculcada, sino en su casa, en su colegio.
Fue por esa época, también, cuando participé en una interesante cena promovida por Felipe Ortiz de Zevallos y en la que recuerdo que también estaba Valentín Paniagua. El objetivo de ambos, fanáticos del ajedrez, era encontrar de qué manera se podía promover este juego entre nuestros niños. En aquella reunión me quedaron claros algunos beneficios de aprender a jugarlo de manera temprana: el valor de concentrarse, de responsabilizarse por los propios actos, de respetar las reglas, ejercitar la memoria visual, desarrollar el pensamiento lógico y, todo ello, como alguna vez me lo hizo notar Marco Martos –no solo un gran poeta, sino también maestro ajedrecista–, a un costo tan barato como jugar a la pelota.
Quizá porque la planificación ha sido parte de mis obsesiones, se me ocurrió que el ajedrez también puede ser una herramienta que enseñe la virtud de la anticipación. Quien lo juega no apuesta al momento presente, sino que trata de intuir las futuras combinaciones del oponente y contrastarlas con la situación de los recursos que se tendrá en cada instante.
¿Y no es, precisamente, articular las contingencias del futuro lo que más necesita nuestro país?
Nos llenamos de opiniones sobre los últimos acontecimientos ocurridos a personalidades puntuales, el último asalto en determinado grifo, la diatriba de fulano contra zutano, es decir, la anécdota caliente tapando el horizonte, y aquello equivale a jugar ajedrez con los ojos fijos en el peón y no en el tablero. De una formación colectiva que nos limita a ver solamente la loseta en la que se está parado sale, pues, un país que construye caminos mientras desaparecen playas –oh, La Herradura–, trenes eléctricos que tardan treinta años en hacerse realidad, congresistas que difícilmente votarán por una genuina reforma electoral y, por supuesto, friajes y fenómenos de El Niño a los que nos gusta esperar con los pantalones abajo.
Es tragicómico hasta en lo literal: si somos un país que parece no tener agenda, quizá sea porque nuestros niños ni siquiera saben lo que es una.