Cada vez se publican con mayor insistencia reportes sobre una probable desaceleración económica en nuestro país. Tras ellos se adivinan ceños fruncidos, muy alejados de las sonrisas triunfales que alguna vez tuvieron la osadía de proclamar al Perú como un posible tigre sudamericano. Es bueno concordar en que este freno tiene un contexto internacional que lo explica en parte. Pero también es bueno recordar –y varios lo dijeron en su momento– que ponerse triunfalistas solo con el crecimiento económico era una enorme irresponsabilidad.
El Perú empezó a tener hace más de una década un crecimiento económico sin precedentes y una imagen para ilustrarlo podría ser la de un horizonte con globos aerostáticos. Cada globo era un país. Y el Perú estaba al ras del piso: sobre nosotros se elevaban la mayoría de países del mundo luciendo sus colores a mayor o menor altitud entre ellos. Era previsible estar por los suelos: nuestra canasta iba llena de los lastres provocados por los experimentos económicos de distintos gobiernos, el terrorismo que nos desangró y las interrupciones democráticas. ¿Y qué ocurre cuando un globo aerostático se ve libre de sus lastres? Pues empieza a subir. La sensación es de vértigo, se siente el nudo de la emoción en el estómago y nos creemos imparables. Se asciende rápido, por supuesto, porque antes se estuvo detenido y en el trayecto vertical vemos que nos acercamos como bólidos a nuestros vecinos, que nos miran expectantes desde sus posiciones. Cada vez que he criticado a los que confunden crecimiento con desarrollo lo he hecho cuidándome de no parecer aguafiestas. Por supuesto que hay mérito en crecer económicamente, en tener por fin una clase media, en disminuir los índices de pobreza y en aminorar parcialmente la brecha en infraestructura. Pero todo aquello que se hizo y falta por hacer en lo económico solo basta para poner a nuestro globo a cierta altura y no en la estratósfera, como pensaban ciertos ingenuos durante la subida vertiginosa. A la cumbre del cielo que llamamos desarrollo se llega, justamente, con dos cosas que a nuestros gobernantes menos ha parecido importarles: con educación orientada a la innovación y con instituciones consolidadas.
La educación es un componente de ascenso que es fácil de explicar. La señora que se mata para que su hijo acceda a la formación que ella no tuvo lo comprende mejor que nadie y la proliferación de colegios y universidades ripiosas a raíz de esta demanda es uno de los ejemplos de cómo se ha manejado la educación en el país estrella de América Latina. Pero la institucionalidad no está en el top ten de la cabeza de los peruanos y eso hace –o hacía– más imperiosa la necesidad de ser guiados por verdaderos estadistas. ¿Cómo sacar adelante una reforma del transporte si los propios usuarios han sido anestesiados por décadas de salvajismo individualista? ¿Cómo pretender más seguridad si andamos en busca de un mesías de mano dura y no de una policía realmente corpórea y bien adoctrinada? ¿Cómo no vamos a tener delincuentes saqueando nuestros impuestos si los partidos son clubes de enriquecimiento en lugar de ser intermediarios entre la gente y el estado? ¿Cómo ir a un mundial de fútbol con las federaciones alejadas del bien común? El lastre ya se agotó, compatriotas, y subir ahora será más difícil. Nos toca meterle músculo al fuelle ahora o nunca: con innovación y con gente que forme instituciones.
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