Uno deposita sus esperanzas en alguien más, cuando sabe que no todo está en sus manos. Cuando descubre que por más que se esfuerce, el éxito no lo tiene asegurado. No importa cuánta confianza tengamos en nosotros mismos, los seres humanos sabemos que, en múltiples ocasiones, nuestros logros dependen de otros, o pueden ser empañados por otros.
Por ejemplo, cuando la señora Clarisa me llama por octavo año consecutivo para decirme que el violador de su sobrina sigue libre, o cuando damos la noticia de un niño más muerto por el frío, o cuando nos enteramos de que el asesino de la cambista de San Isidro era un peligroso delincuente a quien lo dejaron salir de la cárcel, entonces el discurso emprendedor de “Tú tienes el poder de manejar tu destino” se va un poco al traste. Porque no importa cuánto se esfuerce la sobrina de Clarisa que hoy tiene 20 años, ni cuánto luchen los familiares de Gloria Aguirre Vega, la cambista asesinada a tiros, ni cuánto se rompa el alma trabajando la madre de ese niño a quien no le llegó la vacuna contra la neumonía; ya alguien les falló tanto que le quitó sentido a sus sueños.
Y no sé si será porque hacía tiempo que no veía tanto optimismo, o tanta gente con ganas de trabajar, pero lo cierto es que desde que Pedro Pablo Kuczynski juró como presidente no he podido dejar de sentir algo que se parece a la esperanza entre los peruanos. So riesgo de pecar de naif (o de que algún predecible burlón de siempre me cite a Diego Torres), me atrevería a decir que, a pesar de lo duro que es para muchos vivir en este país que tanta veces nos defrauda, hay cierta mirada de “vamos con fe” compartida. Hay una media sonrisa de satisfacción que va más allá del alivio. Hay esa tranquilidad que le da a uno saber que está en manos de gente competente.
¿Por qué inspira PPK este sentimiento, incluso, entre quienes no votaron por él? No sabría explicarlo. Su sólida formación y su equipo bien estructurado tienen que ver con ello, pero no lo explican del todo. Ni siquiera estoy segura que se merezca esta mirada tan amable y auspiciosa. Pero lo concreto es que por alguna extraña razón hay millones de peruanos que, hartos de luchar solos por alcanzar sus objetivos en la vida, parecen estar diciéndole a sus autoridades “me pongo en tus manos”. Parecen estar convencidos de que ese gringo que jura al cargo con emoción y da brincos de alegría no los va a defraudar. Y esa recobrada esperanza vale más que un millón de votos. Así que (y no sé cómo decirlo de manera más elegante): no la cague, señor presidente. No haga que una vez más la esperanza sea lo primero que se nos pierda a los peruanos.