Desconfío de los ministros que comparten almuercitos con periodistas y viceversa. Desconfío de los congresistas evangélicos, casi siempre predicadores que se aprovechan de la buena fe de su rebaño para llegar al poder y utilizan su escaño para sermonear y azuzar el odio contra todo aquello que no convenga a los intereses de sus muy prósperas iglesias. (Si un congresista que es minero no debe legislar sobre minería porque ese es su negocio y de eso vive, un congresista que es pastor tampoco debe legislar sobre moral). Desconfío de los políticos tan versátiles que pueden ser parlamentarios e integrar las comisiones más disímiles y, al mismo tiempo, ser ministros de esto y también de lo otro y de aquello. Desconfío de los ministros demasiado amiguitos de sus presidentes porque llegado el conflicto sucumbirán a la tentación del chicheñó. Desconfío de los notarios, abogados cuyo máximo talento consiste, esencialmente, en erigirse en pequeños dioses terrenales con poder para bendecir lo que es auténtico y lo que es falso. Desconfío, finalmente, de los solteros. Estarán de acuerdo conmigo en que todos los solteros somos altamente sospechosos.
Pero, a pesar de todas estas desconfianzas, desde la primera vez que la entrevisté y hablamos de la biblia, simpaticé de inmediato con Ana Jara, soltera peruana, notaria pública, congresista evangélica, súper amiga y súper ministra multitasking. Simpaticé con su campechana autenticidad que la hizo mostrarse ante cámaras tal cual era, con un candor que cualquier político cazurro se habría cuidado de exhibir. Simpaticé tanto con ella que –desafiando mi religión- me atreví a invitarla al restaurante Mayta donde compartimos un almuerzo frugal en el que hubo que resistir la tentación del vino y en el que descubrimos que, aparte del mismo año de nacimiento, teníamos mucho en común. Pero, desde ese día, seguí de cerca su obsesiva misión en el Ministerio de la Mujer y no porque me hubiese propuesto marcarla a presión sino por los terribles casos sociales que nos llegaban al noticiero que entonces yo dirigía. Mujeres desesperadas por los peores dramas imaginables que se amanecían esperándome en la puerta del canal para pedir auxilio. A veces podíamos poner sus historias en TV, solo a veces, pero lo que casi siempre ocurría era que terminaba haciendo algo que yo –que aborrezco a los colegas lobbyistas- jamás hago. Terminaba escribiéndole un whatsapp a la ministra a la hora que fuera. Anita: ayúdanos con este casito. Y con este. Y con este. Y así, sin querer, terminábamos trabajando en pared. Haciendo seguimiento a calvarios ajenos que ni siquiera hubo necesidad de hacer públicos. Bregando y, muchas veces, renegando y también carajeando cuando las cosas no marchaban como debían. Ahora bien, como ella misma diría: ¿cuál es la pepa periodística? Pues eso, que yo creo que este premierato se lo merecía hacía rato. Que Ana Jara es un ladrillo chambeando es algo que me consta y por eso creo que se ha ganado, con creces, el impensable beneficio de que la dejen de joder solo el tiempo necesario para que le demuestre al país la buena arcilla de que está hecha.