Imaginemos que tenemos que preparar una torta de la que deberíamos alimentarnos todos. Simplificando podríamos decir que hay dos opciones: la primera es aquella en la que todos trabajan, les dan su dinero al jefe de cocina que administra los ingredientes, hornea, y les reparte a los comensales el pedazo que alcanza. El problema de esta opción es que normalmente los jefes de cocina preparan pésimas tortas, se roban la harina, se gastan los ingredientes de cualquier forma y solo reparten migajas.
En la segunda opción, todos trabajan, cada uno se compra sus propios ingredientes, se prepara la torta que le da la gana pero, eso sí, le paga al jefe de cocina el derecho a usar el horno, a usar los utensilios, el gas y algunos conceptos más. Con esos recursos se mejora el local y se ayuda a preparar tortas a los que menos tienen. La idea es que los que hoy preparan pasteles de ocho pisos paguen puntualmente sus derechos de cocina, y les den trabajo a otros para que todos vayan prosperando. Si el asunto funciona, habrá quienes coman todos los días pastel de crema chantillí con almendras, pero los que antes comían migajas estarán en condiciones de hacer cada día tortas más ricas y más grandes.
Este segundo modelo, que por años pareció el más exitoso, ha empezado a colapsar, porque los jefes de cocina se han vuelto ociosos e ineficientes. Nunca revisan si los pagos de los grandes pasteleros están al día, no construyen nuevas cocinas ni arreglan las que están, y se hacen de la vista gorda si el pastelero número ocho se roba el turno de los demás a cambio de una coimita. Además, los de la torta grande no siempre les pagan lo justo a sus trabajadores y muchas veces hacen trampa a los que les venden los ingredientes.
De esta manera trataba de explicarle a mi hijo de 11 años lo que está ocurriendo con la economía en lugares como Chile o el Perú. La analogía es bastante básica pero lo ayudó a procesar la infinita información que recibe y a que le quedara claro cómo se puede ir cocinando, con la complicidad de todos, un sistema injusto en el que unos terminan teniendo muchísimo y otros casi nada.
La parte más interesante de la conversación fue cuando me preguntó por qué no se cambiaba la forma de hacer tortas para que todos tuvieran buenos pedazos: y entonces tocó explicarle que el jefe de cocina, que es el Estado, sigue siendo un ocioso que mira todo este desmadre sin atreverse a mover un dedo; que muchos a los que les tocó la torta grande están felices con las cosas como están y que los de la tortita no tienen el poder para hacer escuchar sus protestas.
Alguna vez, le expliqué, a una reina frívola le dijeron que el pueblo tenía hambre y ella contestó: “Entonces, que coman tortas”. Y bueno, pues, 230 años después, efectivamente, todos quieren comer tortas, grandes y ricas, y si las cosas no cambian y se vuelven más justas, el mundo volverá a ver a los ciudadanos luchar en las calles por su pedazo del pastel.