El ‘boom’ de los minerales ha visibilizado a un fanático que aprovecha cualquier tribuna para difundir su credo. Afiebrado por los lingotes de oro de nuestras exportaciones, este personaje divulga –con afán de persuasión– una lectura ideológicamente sesgada sobre la minería en el país. Su posición recalcitrante es, paradójicamente, contraproducente con lo que dice defender: la actividad minera como contribuyente al desarrollo. Es un tipo de radical que desde el propio establishment lo socava. Se trata del “radical prominero”.
Como todo intransigente, el “radical prominero” ha construido su propio decálogo de “verdades incuestionables” –que no aguanta ningún contraste con la realidad–. Su fundamentalismo no tiende puentes, los tumba. Busca imponer una visión simplista de la funcionalidad de la minería para el país. El extremismo en boca de sus rivales ideológicos es una “mentira”; en la suya propia es sensatez. Discrepar con él te convierte automáticamente en un “comunista filocastrista”. Sus adversarios –tan extremistas como él– merecen la etiqueta de “terroristas”. Cualquier divergencia es maldad, es condenar a compatriotas a la calidad de “subhumanos”.
Aunque, según el radical prominero, “el Perú está sobrediagnosticado” (sic), se atreve al barbarismo intelectual. Afirma sin reparos que nuestras comunidades indígenas son una invención de antropólogos socialistoides. “Desde el siglo XVI no hay pueblos indígenas de costa y sierra”, osa declarar sin temor al ridículo. Este cordero académico es en realidad un lobbista disfrazado. Al igual que sus pares en el polo opuesto, tiene intereses personales, subalternos.
En su lógica, prima el doble rasero: el dirigente corrupto que recibe sobornos es delincuente; el empresario que lo promueve, un hombre de negocios realista. El alcalde que protesta y que ganó una elección con 20% es ilegítimo; su candidato presidencial que pasó a segunda vuelta con 20% es la salvación del país. Que un presidente regional capitalice políticamente la oposición a la minería es una bajeza; que el presidente de una cámara de comercio utilice su posición intransigente a favor de la minería es “representativo”.
La oposición social a la minería, según esta vehemente visión prominera, es “manipulación”. Los más “sensibles” creen que se trata de gente “gobernada por el miedo”. La insatisfacción social sería imposible con tanto gasto en responsabilidad social y obras por impuestos. El último premio de minería responsable –entregado por otros promineros– es la mejor muestra de que están haciendo las cosas bien. Si la causa de la rebeldía no se puede solucionar con auspiciar fiestas patronales, se debe tratar de un problema de comunicación (sic). Sus estrategas de márketing los llevan a invertir en anuncios en la prensa limeña y hasta en “centros de información” (y reproducción) de su fundamentalismo.
Coincido con quienes creen que nuestra bonanza minera se puede convertir en otra oportunidad perdida: son los extremistas –como el radical prominero– quienes guían el desarrollo del país hacia el abismo. La soberbia, el desconocimiento de nuestra sociedad y del Estado, y el terror a reconocer como legítimas demandas ajenas han sido cómplices de la conflictividad social y la polarización política alrededor de la minería. Ello la hace cada vez más inviable social y políticamente.