Esta semana los fanáticos de la buena mesa peruana estuvieron eufóricos. Tres restaurantes que se erigen en medio de combis y bujieros se consagraron en la élite de la gastronomía mundial. Según The World’s 50Best Restaurants, Central, Astrid y Gastón y Maido ascendieron –a punta de alma emprendedora y ‘pulpines’ del sabor– en la lista privilegiada. Motivo suficiente para seguir soñando con un ticket al Primer Mundo y pasar el trago amargo de la recesión con un buen maridaje.
Pocos saben, sin embargo, que el cuarto mejor restaurante del mundo –Central– lleva cinco procesos judiciales en marcha por la Municipalidad de Miraflores. Hace seis años, dicha autoridad edilicia procuró la clausura definitiva del local aduciendo incompatibilidad del negocio con la localización del predio. Dos acciones de amparo y la impugnación de temas vinculados al proceso han dilatado el trámite judicial, pese al dictamen fiscal favorable a la municipalidad. Central acumula reconocimiento mundial, a la vez que legajos judiciales.
Este caso ilustra la inconsistencia del “milagro peruano”: éxito del emprendimiento nacional, prestigio internacional y pecho vargasllosiano henchido desafiando la ley. Central no es un simple caso de ‘tramitología’ que torpedea al boyante negocio del gourmet, como indica un crítico gastronómico. Más bien revela la ética del ‘boom’ peruano: logros económicos por encima de la autoridad y las reglas institucionales, tensiones subyacentes en la estructura de nuestro “modelo de desarrollo”.
El milagro económico peruano no es tal. No se engañe. Su evidencia “está en todos lados menos en las estadísticas económicas”, como señalan Carlos Ganoza y Andrea Stiglich en su libro “El Perú está calato” (Planeta, 2015). Dos autores que no pasarían por “chavistas” o “antimineros”, desnudan –desde la tantas veces coronada tecnocracia limeña- el optimismo desabrido impuesto en “Sanhattan”. Ponen a prueba la vieja premisa “no hay crecimiento económico sostenido sin desarrollo institucional”, apoyándose en el análisis y prospectiva de cifras económicas e indicadores institucionales. El resultado, travieso y cruel, desviste nuestra visión de avance económico en un incómodo –aunque necesario– ‘full monty’.
El argumento es sencillo: nuestro modelo de desarrollo ha caído en varias trampas. Primero, creerse el cuentazo del “milagro peruano” cuando solo se trató del boom regional de los minerales. Segundo, apostar por una productividad sin educación, financiamiento, mercado laboral eficiente, innovación, tecnología e infraestructura. Finalmente, las trampas institucionales: informalidad, partidos débiles, incapacidad estatal y poderes estatales ilegítimos.
Para Ganoza y Stiglich, el culpable del entuerto no es el ruido político –lo que los afables opinólogos entienden por ineficiencia de la clase política en facilitarle la vida al interés empresarial–, sino el longevo divorcio entre economía y política. Su solución, aseveran, tampoco pasa por reclutar doctores en economía para ponerles fajines ministeriales y dejarse presionar por los (también despistados) poderes empresariales y mediáticos. Para “vestir al Perú” se requiere de un shock institucional: reformas para partidos nacionales, estables y representativos, un sistema judicial meritocrático, independiente y transparente. La tarea involucra la movilización de todos, estimado ciudadano y comensal; empezando por no aplaudir acríticamente “éxitos” como el del restaurante de Virgilio Martínez, que es como estar calato y llevar solo el sombrero puesto.