Alguien tendría que pedirle disculpas al pobre doctor Watson. Una frase que Sherlock Holmes nunca pronunció en las ficciones de Arthur Conan Doyle –”elemental, mi querido Watson”– lo ha convertido en el paradigma de la incapacidad para comprender lo obvio. Es cierto que el autor de los relatos sobre el célebre detective hace que su punto de vista presida esas narraciones para lograr que, al final de cada una de ellas, nosotros nos sorprendamos junto con él de la forma en que Holmes resuelve los casos; pero, de tonto, Watson no tenía ni un pelo. De hecho, sus no pocas hazañas galantes –el doctorcito, al parecer, se casó más veces que un actor de Hollywood– sugieren que solía divertirse más que su ascético compañero.
De cualquier forma, han sido en realidad los pastiches novelescos y filmes de montón que tomaron prestados a esos dos personajes los que popularizaron la frase de marras, ocasionando que hoy la gente la repita en sus conversaciones, convencida de que está sacando a relucir una cita literaria que le presta ilustración. Y, en fin, como el daño ya está hecho, en esta pequeña columna nos hemos permitido esta vez parafrasear la famosa fórmula para aludir así a una de esas faltas de perspicacia que ella habitualmente busca caracterizar.
—Como la vacuna—
Como se sabe, la Comisión de Fiscalización del Congreso, que encabeza el excontralor Edgard Alarcón, había citado para ayer al presidente de la República. En la invitación se anotaba que esta tenía por objeto que el mandatario informase sobre “su participación y vinculación” con los contratos de una serie de personas relacionadas con él o con su entorno que terminaron ocupando un puesto en el Estado o brindándole servicios remunerados: una circunstancia que siempre despierta sospechas sobre favorecimientos indebidos. Sobre todo, si en la lista de los premiados se incluyen cinco amigos tenistas del presidente.
Previsiblemente, al final el jefe de Estado anunció que, en ejercicio de las prerrogativas constitucionales que lo asisten, no acudiría a la cita. Pero antes de que eso sucediera, el presidente del Consejo de Ministros, Walter Martos, tuvo una intervención que nos hizo recordar al Watson de las películas chambonas. “El presidente de la República personifica a la nación y, por tanto, independientemente de quién sea, hay que respetar esta figura y no politizar las investigaciones”, declaró, creyendo acaso que con eso liquidaba el problema. Pero sus palabras ignoraban lo obvio.
Más de un mes ha transcurrido, efectivamente, desde la denuncia periodística acerca de los amigos con beneficios del mandatario sin que este brindase, como cabía esperar, explicaciones por iniciativa propia al respecto; y, en consecuencia, era evidente que, más temprano que tarde, el Congreso se las pediría. Pensar, por otra parte, que una investigación que comprenda de una u otra manera al presidente puede estar exenta de una dimensión política es como creer que Forsyth todavía no sabe si va a ser candidato.
Es clarísimo que Alarcón ha tratado de sacar provecho del ruido que hacía la citación al jefe de Estado para que los cuestionamientos que pesan sobre él como presidente de la Comisión de Fiscalización pasen, por un momento, a un segundo plano. Pero al mismo tiempo es igualmente claro que Vizcarra ha llegado a la conclusión de que el silencio es menos dañino para él que cualquier explicación que pudiera darle a la ciudadanía sobre los contratos que lo complican. Digamos que, como no sabe qué hacer para solucionar el problema, está a la espera de que este se solucione solo. Igual que con la vacuna.
La pretensión de que todo el mundo quedase satisfecho con su sentencia es, además, doblemente candorosa de parte de Martos, pues días antes, en una entrevista con este Diario, había respondido a la pregunta de si había conversado con el presidente sobre el asunto de los amigos contratados con esta aseveración: “No hemos tocado este tema, porque estamos involucrados en muchísimos temas”. Los horarios locos del Ejecutivo, ustedes saben…
—Amigos ingratos—
Pero eso no fue todo. En otro punto de la entrevista, Martos proclamó también: “Yo puedo trabajar con los amigos, sí; pero el amigo que no responde en el trabajo se va a su casa”. De lo que se sigue que, en realidad, la posibilidad de que el presidente hubiera influido en la contratación de sus amigos no constituiría problema alguno. Problema habría, según el premier, si el amigo resultase un malagradecido que no aprovecha adecuadamente la oportunidad.
En el Congreso, sospechamos, ya alguien ha de haberle tomado la placa para pedirle en breve cuentas sobre esta novedosa tesis. Porque la historia enseña que las quitadas de cuerpo presidenciales usando la Constitución como escudo acaban mal.
Vamos, Alarcón no puede haber creído ni por un instante que Vizcarra iba a acudir a la citación. Lo que buscaba, en nuestra opinión, era que, precisamente a raíz de su inasistencia, el asunto se hinchara políticamente. Y lo ha conseguido. ¿O imagina alguien que la afirmación que el mandatario incluye en la carta en la que le comunica al titular de la Comisión de Fiscalización que no se irá a la sesión –”no he tenido participación alguna en los procesos de contratación de las personas mencionadas”– va a calmar las cosas?
Obviamente, no. La opinión pública ya fijó sus ojos en esta materia y ha detectado la incomodidad que su sola mención produce en el jefe de Estado. Y en un contexto de confrontación como el que estamos viviendo, el Legislativo no va a dejar pasar la ocasión de ajustarle unas clavijas al Ejecutivo.
El convocado para recibir los sopapos no será, sin embargo, el presidente, sino su primer ministro. Y lo elemental de esa conclusión, déjenos decir, nunca se le habría escapado al auténtico doctor Watson.