Mario Ghibellini

Puestos a buscar una explicación para los periódicos trances de hostilidad por los que atraviesa el presidente del Consejo de Ministros, en esta pequeña columna nos topamos hace tiempo con una teoría singular. “Los peores momentos coinciden siempre con la luna llena”, nos dijo un amigo de aficiones esotéricas. Y ante nuestro desconcierto, añadió: “Eso no puede ser casualidad”.

La idea de que las fases de la luna influyen en el comportamiento de los individuos es desde luego muy antigua y ha tenido entre sus seguidores a personajes tan ilustres como Aristóteles o Plinio el Viejo, quienes llegaron incluso a atribuirle al hermoso satélite cierta responsabilidad sobre los ataques de epilepsia y la pérdida del buen juicio. Pero con el paso de los siglos, sus teorías fueron relegadas a la categoría de superstición. Lo más lejos que ha llegado la ciencia en su esfuerzo por encontrarle asidero a esas creencias ha sido a asociar las visitas de la luna llena con una eventual privación del sueño que, en épocas remotas, habría dejado a sus víctimas un poco alteraditas durante los días siguientes.


–Las furias de la noche–

En los tiempos en los que mucha gente dormía todavía a la intemperie, efectivamente, la irrupción de una luz tan poderosa en el cielo tiene que haber hecho difícil entregarse al descanso nocturno después de cada jornada. Y el recuerdo del malhumor que los insomnes desplegaban a la mañana siguiente –razonan los investigadores del fenómeno– podría haber quedado impregnado en la memoria de la especie. De ahí que la gente esté hoy tan dispuesta a aceptar tesis auténticamente descabelladas, como la que afirma que el plenilunio ocasiona un incremento de la violencia en los sanatorios.

Asistidos por los hallazgos de los estudiosos, pues, nos apresuramos a descartar la hipótesis del amigo esotérico: era cierto que don Aníbal pasaba por etapas en las que su agresividad hacia cualquier insensato que se atreviera a cuestionar al Ejecutivo se hacía más intensa, pero vincular esas furias a una determinada fase lunar se nos antojaba ya francamente peregrino… Hasta que algunos datos inquietantes comenzaron a asomar en el horizonte.

Alguien sugirió hacer un cruce entre las fechas de las incontinencias verbales más señaladas del premier y la posición del cuerpo celeste que nos ocupa, y los resultados fueron pasmosos. ¿Cuándo fue, por ejemplo, que él les dedicó el calificativo de a quienes pudieran haber prestado oídos a ciertas declaraciones incómodas de Karelim López? Pues el 15 de marzo de este año, a solo dos días de que la luna alcanzara su perfecta redondez en el firmamento. ¿Y cuándo tuvo lugar la sonada intemperancia que al cardenal Barreto? ¿No fue en los días inmediatamente posteriores a la Semana Santa? Y todos conocemos la relación que existe entre esa celebración religiosa y la luna llena…

Este mes, sin embargo, las coincidencias retaron toda postura racionalista frente al problema, conforme el satélite iba aproximándose a su máxima hinchazón, la noche del miércoles 9. Fue el jueves 3, ya pasado el cuarto creciente, que el ministro Torres profirió su sarta de injurias contra nuestra colega Y fue el martes 8, en la franca antesala de la plenitud lunar, que se lanzó a demandarle al Congreso audiencia para presentar una cuestión de confianza que hasta los aliados del Gobierno han considerado desaforada. ¿Meras casualidades? Puede ser, pero es evidente que la próxima vez que el presidente del Consejo de Ministros prorrumpa en dicterios contra el prójimo, más de uno alzará la mirada al cielo.

Mientras tanto, mucha gente se pregunta cómo así, a pesar de sus elogios a Hitler y sus descalificaciones a la Policía Nacional, el provecto funcionario se mantiene en el puesto. “Ya cumplió un ciclo”, repiten con convicción observadores políticos de toda extracción. Pero si aguzaran un poco más la vista, detectarían los motivos por los que el presidente Castillo no tiene ningún apuro en cambiarlo. En primer lugar, porque su talante rabioso parece transmitirle un sentimiento de seguridad que le hace falta. Y en segundo término, porque todas sus otras opciones son peores.


–Morder y lamer–

No son pocos los ministros a cargo de alguna cartera sectorial a los que se les nota la salivación cuando se les menciona la posibilidad de heredar el fajín que hoy ciñe la cintura de Torres. Son todos los que se deshacen en zalamerías cada vez que el nombre del presidente aflora a sus bocas. Es probable, sin embargo, que el jefe del Estado aprecie más en este momento a los colaboradores que muerden que a los que lamen. Y por eso, apostaríamos a que el actual premier continuará por un tiempo más al frente del Gabinete.

No coincidimos con los que consideran al presidente del Consejo de Ministros un viejo zorro (para nuestro gusto, en realidad, tira más para lobo) y sí con aquellos que opinan que ya cumplió un ciclo. Pero el problema es que, como ocurre con la luna, está seguramente a punto de iniciar otro.

Mario Ghibellini es periodista

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