Todos somos esclavos de nuestras palabras, pero nadie sufre esa esclavitud tanto como los políticos. Con frecuencia pronuncian ellos frases que en un primer momento se les antojan luminosas pero que luego se revelan desafortunadas, y verlos ejecutar entonces volteretas retóricas para tratar de demostrar que no dijeron lo que dijeron se convierte en un espectáculo entre penoso y divertido: los audios en los que se los escucha desbarrar se tornan de pronto sospechosos de adulteración, las torpezas encerradas entre comillas resultan siempre citas fuera de contexto y las críticas al enemigo de ayer que hoy buscan como aliado no fueron –según venimos a enterarnos– lanzadas a título personal, sino en representación de otros…
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