(Composición: EC)
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Umberto Jara

En 86 años de vida el único domicilio fijo que tuvo fue una celda que habitó durante 29 años en una prisión de máxima seguridad. Desde su nacimiento fue siempre un forastero. Nació en una casa fugaz en La Aguadita, en Mollendo. A los días fue al poblado de El Arenal a casa de la abuela materna con el estigma de ser hijo furtivo de un padre que se negó a reconocerlo. A los 6 años apareció en Sicuani porque la madre fue tras un comerciante árabe que no lo acogió. A los 8 años fue entregado a un tío en Chimbote y a los 11 recogido por familiares maternos a cambio de ser sirviente en una casa en el puerto del Callao. Cuando cumplió 15 años, una señora chilena, Laura Jorquera, casada con su padre, fue la madrastra que lo acogió porque ella recogía a los hijos de las aventuras de Abimael padre.

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Las ajenas casas de paso siguieron en su traslado a la ciudad de Ayacucho donde alquilaba un lugar cada vez que lo echaban de otro por las detenciones policiales a causa de los tumultos que organizaba en la Universidad San Cristóbal de Huamanga. Después vinieron la clandestinidad y la vida en escondites. Siempre un forastero. Un hombre sin arraigo ni afectos. Cuando esas experiencias ocurren, llega un momento en que un hombre necesita elegir. O entiende las circunstancias de su vida y busca la reflexión y el equilibrio o prefiere sucumbir al rencor y al resentimiento. Guzmán eligió el odio. Un odio violento que no le permitió tener ningún arraigo y, así, su único domicilio constante, pero siempre ajeno, terminó siendo una celda de concreto y acero. A Guzmán lo retrata una sentencia escrita por García Márquez: “Se sentirá forastero en todas partes, y eso es peor que estar muerto”.

En las aulas de la Universidad Nacional San Agustín de Arequipa conoció a Miguel Ángel Rodríguez Rivas, un catedrático que le abrió las puertas a una excusa para convertir su rencor en política: el marxismo-leninismo. Fue la chispa que encendió la pradera de su fanatismo. Cuando llegó a los escritos de Mao Tse Tung –pensamiento excluyente y represor feroz–, su exaltación se convirtió en idolatría cuando visitó tres veces la República Popular de China y fue adiestrado en política y acciones militares. Abimael Guzmán lo relataba así: “Cuando terminábamos el curso de explosivos, nos dijeron que todo se podía explosionar; entonces, en la parte final cogíamos el lapicero, reventaba; nos sentábamos, también reventaba; era una especie de cohetería general, eran cosas perfectamente medidas para hacernos ver que todo podía ser volado si uno se ingeniaba para hacerlo”.

En 1980, cuando decidió el “inicio de la lucha armada” de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán era ya un fanático poseído por una psicopatía y dispuesto a que “corran ríos de sangre para instaurar la República de Nueva Democracia”. Fueron 12 años de demenciales atrocidades primero en la sierra sur y luego en Lima. Los cartuchos de dinamita usados en la minería se convirtieron en un arma para volar por los aires torres de alta tensión que cortaban el servicio de luz eléctrica, puentes, carreteras, casas y edificios con inocentes ocupantes adentro. A falta de balas en sus fusiles y revólveres, los militantes de Sendero Luminoso utilizaban machetes, cuchillos y piedras para dar muerte a pobladores inocentes en el campo, a pequeños comerciantes en las ciudades provincianas y a autoridades en macabras parodias llamadas juicios populares.

Después, Guzmán ordenó asaltos cruentos en las ciudades –en su demencia decía avanzar del campo a la ciudad– y el registro de esos 12 años es atroz: mujeres embarazadas destripadas; niños sacrificados como niños-bomba con cartuchos de dinamita atados al cuerpo; cadáveres volados en pedazos como si no bastara su asesinato. Viudas, huérfanos, mutilados. Doce años de horror que cesaron cuando fue capturado el 12 de setiembre de 1992 por valerosos policías que integraban el Grupo de Inteligencia (GEIN).

Después de la captura de Abimael Guzmán Reinoso, se abrió otra desdicha: los peruanos no supimos aprender las lecciones que dejó ese fatal período generado por el senderismo. Nadie quiso entender que, guste o no, el horror no debe ser olvidado porque la necia naturaleza humana busca la comodidad del olvido para eludir la realidad. En cambio, en los últimos veinte años, los alucinados herederos de Abimael Guzmán percibieron que usando la permanente pobreza de la sierra podían obtener réditos políticos con la excusa del “pensamiento Gonzalo” –una mentira porque no existe una sola línea doctrinaria de Abimael Guzmán–. Así, en el año de la muerte de Guzmán, lograron arribar al gobierno del Perú con votos de la pobreza pero con la paradoja de contar con el apoyo de sectores de clase media urbana cuya grotesca ignorancia les impidió entender que Sendero Luminoso significa para este país cuerpos apilados en morgues, muerte en las calles, horror, desesperación. Hoy los seguidores de Abimael Guzmán se disfrazan de demócratas, pero la paternidad que le deben al cabecilla senderista no los libera.

Ha muerto Rubén Manuel Abimael Guzmán Reinoso. En un país de cultos fúnebres donde la muerte abre compasiones irracionales, inventa virtudes inexistentes, improvisa apologías irrespetuosas, uno se pregunta a dónde van los criminales tras su muerte. En “La Divina Comedia”, de Dante, se dice que habitan el séptimo círculo del infierno en un río de sangre hirviente vigilados por centauros armados de arcos y flechas. No sé si así sea. Pero las decenas de miles de muertos victimados en los 12 años de horror merecen una flor de respeto en sus tumbas.

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