Hace más o menos 15 años que salí del closet por primera vez, pero me parece que fue ayer cuando le dije a mis amigos “tengo que contarles algo”, como si estuviese anticipando la confesión de un delito. Pasaron años antes de que me sintiese cómoda diciéndole a personas en las que confiaba, que me importaban, que me gustaban las mujeres; muchos más para que no me importe lo que pensaban los desconocidos. Este proceso de empoderamiento no hubiese sido posible sin la valentía de miles de hombres y mujeres que se enfrentaron activamente a la discriminación y al miedo y reclamaron su derecho de existir libremente.
La lucha de nuestra comunidad ha sido notable. El terreno ganado en los últimos diez años, en un país tan conservador como el nuestro, es un logro que no debe ser pasado por alto. Carmen Maria Machado, una autora lesbiana, escribía la semana pasada en “The New York Times” que “la historia no se compone simplemente de momentos de triunfo unidos como perlas”, en referencia a los avances en el reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBTI en Estados Unidos. Y tiene razón. Cada vez que dos mujeres se dan un beso en público, realizan un acto de protesta; cada vez que una persona trans sale de su casa, realiza un acto de protesta; cada vez que una pareja del mismo sexo decide casarse, aunque no tenga valor legal, realiza un acto de protesta; cada vez que alguien ‘sale del closet’, realiza un acto de protesta.
Son estos pequeños actos cotidianos los que visibilizan y normalizan nuestra existencia y van allanando poco a poco el camino para los hombres y mujeres LGBTI que vendrán luego.
Hace unos días salí del closet por última vez. No porque nunca más vaya a hablar de mi homosexualidad, sino porque es la última vez que voy a empezar la conversación con “tenemos que hablar de algo serio”. En este caso, la situación lo ameritaba porque la persona que estaba sentada en el sillón al otro lado del cuarto -distancia social de por medio- era mi abuela de casi 80 años. La ‘mamama’ como le decimos los nietos era la única persona de mi entorno cercano a la que no le había contado oficialmente que los hombres no eran lo mío. Pero yo quería escribir esta columna, y la mamama tiene un cajón en su cuarto en que guarda los recortes de todas las insensateces que escribo, así que la conversación era inevitable.
Después de la introducción trillada, pasé al tema de fondo: “Mamama, los hombres no son lo mío, me gustan las chicas”. Una de las ventajas de tener que usar mascarilla, además de no esparcir el coronavirus, es que sirve muy bien para esconder la sonrisa nerviosa con la que esperaba su reacción durante la milésima de segundo que tardó en llegar. “Ay, pensé que me ibas a hablar de algo serio. Cada quien es como es”, dijo la señora católica criada en un colegio de monjas. Y luego de un breve intercambio, añadió: “Yo creo que cada quien puede tener sus ideas, pero en lo público se deben asegurar derechos iguales para todos”, en referencia al pensamiento conservador y al matrimonio homosexual. Orgullo.
Nuestros políticos, desafortunadamente, no han demostrado contar con el mismo sentido común que mi abuela. Al contrario, nos han tenido los últimos años más ocupados en contener el discurso de odio ultraconservador anti enfoque de género, que en promover avances en la igualdad de derechos. Han pasado cinco años desde la última vez que el Congreso debatió una iniciativa para legalizar la unión de personas del mismo sexo. Cinco años en los que el mundo ha evolucionado y nosotros nos hemos quedado estancados en una legislación que no reconoce los derechos de casi 2 millones de ciudadanos.
El 14 de abril del 2015, la Comisión de Justicia mandó al archivo el proyecto de ley de unión civil para personas del mismo sexo. Luego de eso, se presentaron otros dos PL vinculados al tema, uno de Alberto de Belaunde, también sobre unión civil en noviembre del 2016, y uno de Indira Huilca sobre matrimonio civil igualitario en febrero del 2017. Luego de ello, ha habido un silencio abrumador respecto al tema. Los proyectos se están hongueando en la Comisión de Justicia sin ser debatidos. Si bien se ha puesto mucho esfuerzo en que el enfoque de género no sea desaparecido de las política públicas, creo que hay espacio para la autocrítica en la falta de presión política que se ha realizado para impulsar una agenda de derechos LGBTI más proactiva. Este Congreso, que podría ser absolutamente intrascendente, tiene la oportunidad de entrar en los libros de historia como el que marcó un hito en los derechos civiles del país. Es improbable, sí, porque nadie espera nada bueno de los políticos. Pero no es imposible.
Es cierto que la historia no avanza solo con el combustible de los grandes momentos, pero sí requiere de ellos para escribirse. Si el Estado no reconoce derechos iguales para la comunidad LGBTI y nos permite casarnos y tener hijos legalmente, seguiremos siendo ciudadanos de segunda categoría: casi dos millones de peruanos y peruanas marginados por un pensamiento conservador que se opone a la felicidad del otro. No podemos dejar que pasen otros cinco años, se nos va la vida.
Feliz día del orgullo.
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