Hoy que Keiko Fujimori pasa su peor momento, forjado a pulso por un manejo torpe, yerran quienes ven su inminente final. (Foto: El Comercio)
Hoy que Keiko Fujimori pasa su peor momento, forjado a pulso por un manejo torpe, yerran quienes ven su inminente final. (Foto: El Comercio)
Redacción EC

Cuando, en la segunda vuelta electoral de 1990, la izquierda y el Apra llamaron a votar por el desconocido , no imaginaron que estarían marcando la política peruana de las siguientes décadas. Frente a la candidatura liberal casi confesional de Mario Vargas Llosa, las entonces fuertes opciones políticas optaron por quien creyeron poder dominar. La izquierda hasta tuvo algunos sitios en el Gabinete inicial de Fujimori.

De la mano de su poderoso asesor Vladimiro Montesinos, Fujimori lideró un gobierno autocrático por algo más de diez años. Pasará a la historia por la instalación de un régimen con serias falencias democráticas, gran incidencia de casos de corrupción en las altas esferas de poder, la derrota de los grupos subversivos, la solución final del problema limítrofe con Ecuador, y ambiciosos cambios en el sistema económico, truncos en la segunda mitad tras el inicio de la ilegal aventura reeleccionista.

Su final fue tan abrupto y sorpresivo como su surgimiento. En menos de dos meses, el aparente pétreo gobierno de Fujimori se desmoronó, fruto de crecientes tensiones internas que empezaron a crear grietas, por las que se pudo visualizar algunas de las peores prácticas de la historia reciente.

Según cifras oficiales, Fujimori obtuvo el 49,9% de los votos en la primera vuelta del 2000, en la que participó de manera irregular gracias al control que mantenía el régimen de las instancias electorales. La cifra tiene una irónica similitud con la obtenida por su hija Keiko en la segunda vuelta del 2016, como si los ocasos fueran marcados por números emblemáticos.

Fujimori inició su tercer gobierno con casi el 50% de aprobación, una cifra que mirarían con envidia todos los gobernantes surgidos desde el 2001.

En distintos momentos, casi la mitad del electorado peruano ha optado, democráticamente, por una alternativa que, históricamente, ha privilegiado la mano dura y el orden. Su relación con el crimen, actuando en complicidad o, en el mejor de los casos, haciéndose de la vista gorda, ha sido conocida, denunciada e investigada.

Una opción, por lo demás, no exclusiva del fujimorismo ni de los regímenes autocráticos. El Caso Langberg, por ejemplo, marcó el retorno a la democracia a inicios de los años ochenta.

Esta historia viene a colación cuando en muchos sectores se celebra el desplome de Fuerza Popular, desconociendo que hay un electorado que ha optado, sistemáticamente, por esta opción política. Durante el gobierno de Toledo, se vivió de la ficción de que el fujimorismo se había extinguido. Pero su paulatino crecimiento electoral desde el 2006 demostró lo contrario. Hoy que Keiko Fujimori pasa su peor momento, forjado a pulso por un manejo torpe, yerran quienes ven su inminente final.

La arenga “Fujimori nunca más” bien podría ser solo un iluso grito de guerra. ¿Qué hacer cuando la gente opta, en las urnas, por “un permanente opositor del Estado de derecho”, como ha llamado Alberto Vergara al fujimorismo ( “The New York Times” en español, 22/10/2018)?