Zhang Weiwei, director del Instituto China de la Universidad de Fudan, se ufana en una presentación en You Tube de que mientras China planifica para las próximas décadas y generaciones, Occidente solo lo puede hacer para los próximos 100 días. Es una exageración, pero es cierto que la nomenclatura China tiene cada vez más la convicción de que su sistema político es superior a la democracia liberal o al capitalismo democrático de Occidente, que Francis Fukuyama consideró ingenuamente había triunfado por los siglos de los siglos.
De hecho, como sabemos, la democracia liberal (donde el pueblo elige pero el poder electo es limitado por instituciones que se controlan mutuamente) está siendo crecientemente acosada por líderes populistas que la acusan de elitista, corrupta e incapaz de resolver los problemas. Ellos acceden al poder mediante elección popular para luego suprimir o dominar o restringir controles institucionales en defensa de los “intereses del pueblo”. Alberto Fujimori inauguró esa era en América Latina, pero ahora se ha extendido, en diversas medidas, al corazón mismo de la democracia liberal: a Europa y Estados Unidos.
Mounk, Sartori y otros señalan algunas causas: la angustia o ansiedad de las clases medias respecto del futuro de sus hijos en una economía que ya no crece como lo hacía décadas atrás, y el empoderamiento de esas mismas personas descontentas gracias al desarrollo de las redes sociales que despojan a los gobiernos, a los partidos y a los medios tradicionales del monopolio de la formación de la opinión pública y favorecen la degradación del discurso y la polarización de la sociedad, lo que, por su parte, resulta funcional a los liderazgos populistas entrenados en enfrentar al “pueblo” contra un enemigo satanizado (la clase política, el Congreso, la oligarquía…).
Nosotros mismos acabamos de vivir un episodio –esperamos temporal– de populismo político agudo que comenzó con el referéndum para prohibir la reelección de los congresistas y terminó con su inconstitucional desafuero colectivo. Pero más grave es cuando el populismo político se mezcla con el económico, pues se genera un círculo vicioso que lleva al empobrecimiento aun mayor de la sociedad (Venezuela), y es lo que podría terminar pasando en cierta medida en Chile con los pedidos de cambiar el principio constitucional del Estado subsidiario y con las demandas por subsidios crecientes.
Si queremos defender la democracia liberal en el Perú de los ataques del populismo, el Congreso complementario deberá aprobar las reformas políticas pendientes que apuntan a tener una democracia funcional más eficiente, dándole gobernabilidad al Ejecutivo (para no caer en la estéril confrontación de poderes que siempre termina mal), y una mejor conexión entre la clase política y los ciudadanos, reduciendo el tamaño de los distritos electorales. La base son los proyectos de la Comisión Tuesta, las propuestas de Carlos Meléndez y otras, pero el debate debería organizarse desde ahora, ya designados los candidatos al Congreso.
Mientras tanto, el gobierno debería dejar de mirar las encuestas y lanzar por decretos de urgencia las reformas económicas y laborales que permitan abrir la cancha a los sectores excluidos y mejorar la productividad para volver a crecer a tasas altas. Y el Congreso terminar esa tarea. Porque sin crecimiento acelerado, la democracia liberal sucumbe a la tentación populista.