María José Osorio

Supe, casi desde el comienzo de mi vida laboral, que lo mío no era la subordinación. No lo digo con hidalguía ni como una declaración revolucionaria. Tal vez es consecuencia del haber crecido sin hermanos de mi edad alrededor o de tener referentes con un carácter más intransigente o de la espiral de ansiedad en la que caigo cuando se trata de recibir feedback. Por eso, cuando primero la publicidad y de ahí la escritura se plantearon como trabajos que caían en el esquema de “independientes”, sentí que había encontrado mi vocación: podía renunciar a la canasta navideña y la gratificación si eso implicaba trabajar por mi cuenta, en mis tiempos y bajo mis reglas. En buena cuenta, ser mi propia jefa.

Y aquí descubrí el primer problema con esta elección de vida: soy una terrible jefa conmigo misma. Soy intransigente, explotadora, neurótica, doy pésimos discursos motivacionales, no me tengo paciencia y siempre estoy inconforme con el resultado, aun cuando ya ha sido validado por otras personas.

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Por otro lado, no sé lo que estoy haciendo la mitad del tiempo, producto de estar siempre metiéndome en proyectos que exceden mis capacidades actuales. Solo sé colocarme en la zona de incomodidad. Hay un capítulo de The Big Bang Theory donde Sheldon se cuestiona por qué la gente le encuentra tanto valor a salir de la zona de comodidad cuando es tan rico estar cómodo. Debo admitir que la idea de un sofá y una manta suena bastante más atractiva que la permanente caminata sobre brasas.

El primer reto de trabajar por tu propia cuenta es la creación de una estructura de trabajo. Y aquí parecen existir dos estrategias: buscar replicar la “ética” laboral de una oficina, con horarios fijos, herramientas de productividad y planners, o abandonarse al estereotipo de artista atribulado que produce solo cuando vienen las musas y/o cuando tiene una fecha de entrega encima que dispara las alertas de pánico. Lo normal es oscilar entre las dos, sintiéndote culpable por no estar intentando la otra.

Y ese es el gran problema: en este barco llamado independencia uno es el capitán, el que opera los motores, el que avisa si viene un iceberg y hasta el que toca el violín cuando todo parece hundirse. Cuando tú eres tu propio proyecto, no existen realmente los feriados, ni los breaks de almuerzo, ni las vacaciones. Tu cabeza está siempre trabajando, atenta al cambio de marea, recalculando la ruta porque si no lo haces tú, nadie lo hace por ti. Si sueltas el timón, el barco se convierte en esta pesada estructura que solo sabe reaccionar a los caprichos del viento.

Cuando la gente me escucha hablar de esto, siempre me celebra que yo sea tan “motivada”.

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Después de casi 10 años yendo y viniendo del mundo freelance, pienso que se le da una importancia excesiva a la motivación como fuerza impulsora de las cosas. Es decirle a la gente que si no logran algo es porque no lo quieren lo suficiente y así no es como funciona el cerebro, ni la sociedad, ni la economía. A veces es al revés. La ansiedad de querer algo y de no estar llegando ahí o no saber cómo llegar ahí puede ser paralizante. No creo que se pueda siempre mantener el mismo nivel de motivación y está bien; pienso que un ingrediente más relevante es la persistencia. Quedarte ahí, con las manos en el timón, aun cuando afuera haya tormenta.

¿Cuál es la gracia, entonces, de este camino, además de no tener que marcar tarjeta ni asistir a las “dinámicas de integración” de equipo? Supongo que todo está en los días despejados, mar adentro, cuando has terminado de sacar el agua que se coló en la cubierta. Son esos minutos bajo el sol, en silencio, contemplando la inmensidad de las millas recorridas. //


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