“Mucha gente reniega de la independencia y quiere volver a estar bajo el control de Francia para que Líbano deje de ser tan corrupto”. Las palabras, llenas de ira, de decepción acumulada, son de Cyril, mi cuñado y amigo libanés.
A través del teléfono, me cuenta que él pasó su infancia en un barrio próximo al puerto de Beirut, el epicentro de la devastadora explosión del 4 de agosto, cuyas desoladoras imágenes han conmovido al mundo.
Un viejo vecino suyo, médico dentista, murió instantáneamente mientas operaba al lado de su hijo, también dentista. “Mucha gente que sobrevivió a la guerra civil, que hizo grandes esfuerzos para que sus hijos estudiaran en Estados Unidos, han muerto ahora, en tiempos de paz, es tan injusto”, cuenta indignado.
CONTENIDO PARA SUSCRIPTORES: La broma infinita, por Renato Cisneros
Una amiga suya resultó herida en su departamento y a las horas murió en brazos de su padre, que intentó llevarla a distintos hospitales pero todos estaban colapsados. Una prima acabó con la cadera rota y una tía resultó con un corte tan profundo en una oreja que el cartílago sobresalía. “Al día siguiente la atendió un obstetra que decidió abrir su clínica privada para coser las heridas de los accidentados”, me cuenta Cyril.
Su madre, Christiane –aguerrida mujer nacida en Alepo, la ciudad siria arrasada hace pocos años por bombas rusas–, se encontraba en la montaña cuando sucedió el estallido; ahora ha debido mudarse a la ciudad para cuidar de un familiar cuya casa ha sido diezmada. “Mi madre vive ahora en un departamento sin ventanas”, dice Cyril, “no hay suficiente vidrio en todo Beirut”.
La demoledora explosión llegó en un momento que ya era crítico para los libaneses. No solo por los estragos del coronavirus, sino porque desde octubre del 2019 la población venía protestando contra la corrupción del Gobierno y la aguda crisis económica. Como ha reportado la BBC, casi la mitad de la población vive bajo la línea de pobreza, el desempleo supera el 25% y el Estado mantiene una deuda equivalente al 170% de su PBI. A eso se añade la dificultad para administrar la presencia de más de un millón y medio de refugiados sirios (la cuarta parte de la población libanesa), así como los constantes cortes de energía eléctrica.
CONTENIDO PARA SUSCRIPTORES: Woody Allen, el viejo saurio aún no se retira; por Renato Cisneros
Al día de hoy aún no se sabe si las explosiones fueron producto de un accidente o un atentado. Un accidente revelaría una gravísima negligencia estatal, pues el Gobierno estaba advertido desde el 20 de julio de que en el almacén número 12 del puerto de Beirut había 2.750 toneladas de nitrato de amonio. Sabían que ese material químico podía destruir la ciudad y no hicieron nada.
De haber sido un atentado, sería atribuible a Hezbolá, la agrupación militar política más poderosa de Líbano. Ellos controlaban el puerto de Beirut y en ocasiones han utilizado el nitrato de amonio en acciones terroristas. Algunos expertos piensan que la explosión podría haber sido un ‘aviso’ de esa agrupación ante la próxima lectura de sentencia por el caso del asesinato en 2005 de Rafik Hariri, ex primer ministro libanés. Los cuatro implicados en ese magnicidio pertenecen a Hezbolá. La sentencia se conocerá el 18 de agosto.
“El mismo Gobierno que nos llevó a la guerra civil es el responsable de esta desgracia”, me dice Cyril. “La gente se siente violada, la gente quiere sangre, todos desean la muerte de los políticos que están en el poder, estamos deshumanizándonos”, concluye antes de colgar.
Escuchando a mi buen amigo pienso en Perú, en lo que pasaría si por estos días de crisis se produjera, por ejemplo, un terremoto como el que enlutó a Pisco en 2007, del que hoy se cumplen precisamente trece años. En 2009, en plena ‘primavera económica’ peruana, Sandro Venturo, Daniela Rotalde y un grupo de artistas y comunicadores presentaron la exposición Terremoto, un aplicado trabajo artístico-periodístico que vaticinaba con detalle un escenario catastrófico si Lima sufriera un sismo de 7,9 grados: tsunami, vías bloqueadas, líneas saturadas, hospitales colapsados, edificios saqueados, incendios, pánico general. Hoy, frente al escenario más adverso de nuestra historia contemporánea, vale la pena plantearse la posibilidad de una tragedia aún mayor. A Líbano le ha ocurrido. ¿Estamos preparados para afrontar algo así? Que la pregunta –cuya respuesta conocemos de sobra– no sirva para desmoralizarnos, sino para estar alertas. //