Nunca he sido una persona detallista con los demás.
Qué flojera, pensaba. Qué aduladores, decía cada Día del Maestro o Navidad, cuando alguna de mis compañeras llegaba con un regalo para el profesor del salón. Bah.
No obstante, y a pesar de haber sido medio cretina en ese sentido, siempre he tenido gente que me ha dado o ayudado sin esperar recibir nada a cambio.
Hace algún tiempo que leo y me informo acerca del poder del agradecimiento. De hecho, es una de las herramientas más poderosas que tenemos y al alcance de nuestras manos.
Dar las gracias, ayudar.
En esta época de cierres de año, donde miramos en retrospectiva y sentimos a veces que lo que hicimos no fue suficiente o que no logramos todo lo que nos propusimos, en vez de sentirnos fracasados en comparación al resto, tristes por lo que no conseguimos, solos porque no contamos con quienes nos acompañaban antes, tratemos de observar lo que sí tuvimos, lo que nos pasó de inesperado y bonito, las manos que nos ayudaron, que, cuando observamos bien, siempre están.
Siempre.
Aprendamos a decir
gracias.
Al amigo fiel que no nos abandonó en los peores momentos, que nunca dejó que nos sentiéramos solos, que fue la voz de aliento en los días más tristes.
Al que sorteó distancias para hacernos sentir su compañía.
A todos los que nos sorprendieron porque saben lo importante que es prenderle chispas a la vida.
A los jefes, que nos enseñan a crecer en todas dimensiones.
A nuestros padres y hermanos, si los tenemos cerca, porque su amor incondicional es el más puro y el que más nutre.
A los que nos abrazaron.
A la tía que no nos pudo acompañar pero nos mandó flores.
Al compañero/a que nos permitió
crecer y apoyó en cada uno de nuestros sueños locos.
A nuestros espejos, que vienen con la misión de ser nuestros maestros.
A la mascota de la casa, por llenar de luz los días.
A los que nos dijeron que no, por enseñarnos a no bajar la guardia y entender que cada meta cuesta sudor y lágrimas.
La lista puede y debe ser aún más personal, aunque haga la mía pública:
Al buen Pascual, el pediatra de mis hijos desde hace 12 años. Lleva el mismo tiempo siendo prácticamente el doctor de cabecera de casa. Cada vez que me pasa algo o si Javi tiene una consulta –muy rara vez–, acudimos a Pascual, que con amabilidad y paciencia nos escucha, nos baja el drama y nos ayuda. No se qué haríamos sin ti.
A mi primo Bruno: es casi como el buen Pascual, solo que unos años más joven y resuelve cualquier duda hipocondriaca que tenga con buen humor y respuestas acertadas (muchas veces he cruzado diagnósticos entre el buen Pascual y el primo Bruno y siempre ha sido acertado). Te quiero y admiro, gracias.
A mi querido Jorge: me ayudaste tanto que no estoy segura de si te diste cuenta del impacto de tu ser en mi vida. Recuerdo haber acudido a ti para una consulta ginecológica y tú me hablabas de comer chirimoyas, pisar la arena, visitar la naturaleza. Fuiste tú quien me enseñó a respirar; me enseñaste tanto, maestro. Eras un hombre grande y bueno. Ahora eres energía bonita que llevaré en el corazón siempre.
A Aurorita, una de las mujeres más increíbles: tu cuidado y amor hacia mi hogar y mi casa te han convertido en miembro honorable e indiscutible de la familia.
A todos ustedes por leerme, gracias por las palabras que me hacen llegar, por el cariño y la compañía.
Este año ha sido –como para muchos– uno lleno de experiencias hermosas, positivas, enriquecedoras y de retos complejos, exigencias de autosanación responsable, llamadas de atención para ir aún más atentos por la vida.
Recojamos lo bueno, cosechemos lo que sembramos, acojamos las enseñanzas y recibamos lo que venga con los brazos abiertos. Feliz 2020. //