1. Después de un año y medio de participar en encuentros literarios virtuales y conversar con escritores de todas partes vía Zoom o Streamyard, volvió la anhelada vieja normalidad. Ocurrió la semana pasada, en Guadalajara, México, gracias a una invitación de la Cátedra Vargas Llosa para intervenir en la cuarta edición de la Bienal de Novela dedicada a nuestro Nobel. Fueron cuarenta los escritores hispanoamericanos convocados. Al encontrarnos en el aeropuerto o en el lobby del hotel, ya con las vacunas puestas, albergando la certeza o la esperanza de haber superado lo peor, el rostro de todos detrás de las mascarillas decía exactamente lo mismo: por fin juntos.
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2. El lema de la Bienal –”La literatura, último refugio de la libertad”– fue el perfecto disparador para abordar diversas situaciones coyunturales: desde la pandemia como una tragedia global que trajo muerte, miedo y pobreza a nuestros países, pasando por el confinamiento que afectó la producción creativa y acaso la vida familiar de muchos, hasta el amenazado derecho a expresarnos sin restricciones. Esto último sirvió para detenernos en el caso puntual del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, premio Cervantes 2017. Como muchos saben, Ramírez se halla exiliado en Costa Rica debido a la orden de captura que el dictador de su país, el sandinista Daniel Ortega, dispusiera en su contra luego de la publicación de su más reciente novela, Tongolele no sabía bailar, inspirada en las protestas de 2018 contra el gobierno, que fueron duramente reprimidas (dejaron el escalofriante saldo de más de trescientos manifestantes muertos). Quienes conocemos y admiramos a Sergio por su obra, compromiso social y abrumadora generosidad lamentamos que, a sus 80 años, sea víctima de una persecución política que solo puede tener lógica en la cabeza de un tirano como Ortega.
3. En las mesas también se tocaron otros asuntos, como la migración; o el papel que juegan las ficciones en nuestra conciencia de la libertad; o el rol de la literatura como espejo que refleja la historia (aunque a veces también la desfigura y distorsiona solo para volverla más verdadera). Cada mesa subrayaba en los participantes la sensación de que, si bien la virtualidad ha atenuado con eficacia la imposibilidad de reunirse, la presencia física no tiene sustitutos. Primero, porque en una transmisión por streaming pueden seguirte miles de personas desde distintos países, pero esa ‘multitud’ invisible, reducida a una cifra indicada en la pantalla, no se compara con un auditorio, como el de la universidad de Guadalajara, colmado de decenas de estudiantes e interesados, cuyos susurros, aplausos, risas, interjecciones y hasta palpables silencios interpelaban a los expositores. Segundo, porque en las plataformas digitales el diálogo concluye no bien termina la sesión; en cambio, durante estos encuentros lo más memorable suele ocurrir antes y después de cada charla, y no sobre, sino detrás del escenario.
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4. Celebro la conversación nocturna alrededor de un vaso. Un vaso de tequila, en esta oportunidad. Un tequila Don Julio, para mayores señas, el mejor de todo Jalisco, bueno para el alma y la amistad. Bajo sus influjos, una escritora contó el drama de los niños pobres con quienes trabaja, muchos de ellos resistidos por su propia familia, condenados a una vida llena de privaciones. Otra autora confesó que durante ocho años, devastada por un aborto, un divorcio y un virus, fue incapaz de sentarse delante de la computadora. Un escritor habló de una enfermedad que lo angustia (el día anterior fue su cumpleaños y lo pasó encerrado en su habitación). Otro, con desmesurado optimismo, ofreció detalles de su próxima entrega literaria. Otro narró su experiencia con buenos, malos y pésimos editores. Otra describió cómo es la vida lejos de su país. Otra explicó cómo es ser madre de siete hijos voluntariamente concebidos. A esto viene uno, pensaba mientras los oía en el bar, no a discutir el pasado y el futuro de la literatura, sino a acercarse a esos hombres y mujeres que, cuando no están escribiendo y publicando los libros por los cuales se les quiere y venera, son tan frágiles como cualquiera. Entonces llega el momento de abrazarse con cautela, decir hasta la próxima y ponerle fin a un viaje de cinco días que, además de cansancio, nos trajo felicidad y alivio. //
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