Cuando mi abuela materna vivía y se aproximaba la Navidad, dedicaba días enteros al armado detallado de un pesebre que instalaba en su sala sobre una mesa grande y larga. Primero armaba la base con papel que asimilaba el verde de la tierra –tenía puntitos blancos y salpicaduras rosadas al estilo Pollock–. Incluía protuberancias debajo del mismo papel que le daban la apariencia de cerros. La geografía de Belén no es regular.
El pesebre contaba con animalitos de todo tipo, casi casi todas las especies –a lo arca de Noé–, árboles diversos y siempre la misma estrella arriba. Obvio, estaban los Reyes Magos y José y María flanqueaban la camita tapada con algodón donde residiría el niño Jesús, que solo era colocado en el mismo día de la Navidad.
Era una obra de arte y me encantaba perderme en él, observando las miniaturas.
Desde que ella no está, no he visto un nacimiento así de grande y bonito.
En casa de mis papás, el pesebre era más austero, con menos personajes, pero manteniendo la costumbre de no mostrar al niño Jesús hasta la medianoche del 24 o la mañana del 25 (la tradición se rompió conmigo: el Nacimiento lo coloco en el día de decoración navideña, que dilato hasta mediados de diciembre, e incluye al niño Jesús desde ese momento).
Cuando era niña, casi todas las Nochebuenas se pasaban en la casa de mis abuelos paternos, en Pueblo Libre, que a veces, como signo de sofisticación, tenían dos árboles armados (uno en cada una de sus salas). Uno más moderno, inclusive blanco, y otro más tradicional.
Las Navidades de mi infancia eran multitudinarias con los Salmón: todos los hijos y nietos nos reuníamos sí o sí en la casa de los abuelos. No probábamos bocado de la exquisita cena hasta después de abrir los regalos, estrictamente vigilados hasta el conteo regresivo –3, 2, 1– y el “¡Feliz Navidad!”. El saludo era efusivo, los adultos brindaban con champán y los niños nos tirábamos encima del arbolito para buscar nuestros regalos, cuyo papel era despedazado en segundos.
Luego venía la cena, recién pasada la medianoche. Hasta ahora puedo cerrar los ojos y recorrer la mesa: estaba el clásico arroz árabe, la típica ensalada de fideos codito, mi favorita de todos los platillos y que ya había picado desde la cocina a pura mano desde horas antes (la forma en la que mi abuela la preparaba la convertía en un plato absolutamente irresistible para mí; esperaba Navidad solo para comerla y dejaba de lado mis diferencias con la mayonesa). También recuerdo el jamón glaseado, la ensalada dulce de marshmallows, el puré de manzanas, el pavo entero en el centro, que siempre era extremadamente jugoso y rico; y el ponche de fruta helado que mi tía Coca prepara de forma magistral y que solo pude tomar pasados varios años.
La Navidad era una fiesta de celebración que terminaba a altas horas de la madrugada, cuando cada uno de nosotros comenzábamos a rendirnos por el cansancio. Mis padres, además, tenían que cargar el Volkswagen escarabajo con los regalos y sus hijas dormidas para emprender el retorno infinito hasta La Molina.
Las mañanas del 25 eran una bendición: se hacía una recapitulación de los regalos nuevos, tal cual inventario, y se comenzaban siempre jugando temprano hasta que mis padres, ya recuperados del cansancio, se levantaban para desayunar chocolate y panetón (libres de octógonos).
Ahora hemos perdido como familia todas esas tradiciones que añorábamos: ya no esperamos que sean las doce para cenar ni abrir regalos, ni suenan los Toribianitos clásicos. Sin embargo, poco a poco hemos recuperado el espíritu de las Navidades pasadas. Gracias a mi hermana y su esfuerzo, celebramos desayuno de armada oficial de árbol en su casa, y esa es una nueva tradición instalada. //