Renato Cisneros

No sorprende que, ante el enseñoramiento de la criminalidad, la respuesta estatal sea movilizar a los militares a la calle sin ninguna estrategia de por medio. Tampoco sorprende que, ocho meses después de haber ordenado una brutal represión policial-militar que dejó decenas de peruanos muertos, la presidenta Boluarte —investigada por presunto genocidio— se presente ante la ONU como lideresa de una república respetuosa de los derechos humanos. Y no sorprende que ninguna autoridad se lo reproche. No sorprende lo raleada que fue la protesta callejera ante el grosero intento del Ejecutivo de acallar periodistas o el cada vez más descarado propósito del Congreso de capturar instituciones. No sorprende que ministros, congresistas y otros altos funcionarios vean con buenos ojos una eventual importación de los métodos de Nayib Bukele para frenar la delincuencia (el propio presidente salvadoreño se animó a hacer una encuesta vía Twitter: su consulta «¿Plan Bukele en el Perú?» obtuvo un 94% de respuestas afirmativas).

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Tampoco sorprende que, tras el aniversario de los cincuenta años del golpe de Pinochet en Chile, varios tuiteros locales ensalzaran la anacrónica falacia según la cual el país vecino prosperó gracias al general dictador. Mucho menos sorprende que el Perú sea el país con más seguidores de Javier Milei fuera de Argentina, como ha reconocido recientemente Iñaki Gutiérrez, el ‘influencer’ que apoya al candidato presidencial, quien es incapaz de llamar asesinos a los militares de la Junta Militar de los años setenta.

Me pregunto si al Perú siempre se le notó la vena autoritaria. En un artículo de 1993 publicado por el IEP, Julio Cotler sostuvo que «el régimen patrimonial colonial ha sustentado las bases autoritarias y las profundas divisiones en la sociedad peruana». Para otros especialistas el fenómeno autoritario recién se inscribe con Leguía y continúa en los gobiernos de Velasco Alvarado, Morales Bermúdez y Fujimori.

Pero ya sea por cuestiones históricas o tendencias atávicas, es indiscutible que el peruano promedio ve con simpatía al caudillo que promete aplicar mano dura y habla favorablemente de la pena de muerte. En un sondeo de Datum de 2018, el 44,1% de peruanos se consideraba autoritario (hoy ese porcentaje podría bordear fácilmente el 50%). Y hace dos meses, en el último informe del Latinobarómetro, el mayor estudio de opinión pública en la región, el Perú apareció como el segundo país con mayor respaldo al autoritarismo, después de República Dominicana y seguido de Costa Rica.

A inicios de este año, la Unidad de Inteligencia de «The Economist» calificó nuestra democracia como «híbrida» (a caballo entre la democracia estándar y el régimen autoritario), pero ya desde 2006 venía catalogándola como «deficiente». Esto quiere decir que ni siquiera en esos años en que la mayoría de peruanos creíamos haber dejado atrás la sombra de la dictadura —me refiero al período que va de fines de 2000 a mediados de 2016—, ni siquiera entonces vivíamos una democracia saludable, plena, sino apenas una democracia incompleta, defectuosa. Creíamos atravesar una ‘primavera democrática’, pero era un espejismo; lo que en realidad vivíamos era solo una recesión del autoritarismo, un repliegue temporal del discurso violento. Y si ese discurso hoy se propaga con tanta facilidad es, entre otras razones, porque cuenta con entusiastas activistas, autoritarios de larga data que han pasado dieciséis años o bien agazapados o bien aparentando convicciones democráticas que claramente no poseían.

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No sería justo decir, por otro lado, que los peruanos demócratas no existen. Claro que existen, sabemos quiénes son, pero, no nos engañemos, son una minoría, un grupúsculo cada día más arrinconado. Y me temo que, si son minoría, es por su propia culpa. Ojo con esto que dijo a «El País» la reconocida socióloga chilena Martha Lagos: «Los demócratas hemos sido débiles. Hemos fracasado culturalmente en difundir lo que es la democracia. Creíamos, por ejemplo, que las generaciones que crecieron en democracia eran más demócratas que aquellas que habían crecido en la dictadura. Y resulta que es lo contrario. ¿Por qué? Porque la democracia no puso como prioridad enseñar lo que es la democracia».

En el Perú, ha pasado eso: no hemos sido lo suficientemente didácticos ni eficaces para contrarrestar la enraizada latencia autoritaria. Hemos dejado que renazca o, más bien, que despierte. Por ese grave descuido, los partidarios de la democracia, que por años nos vanagloriamos de haberla recuperado y dimos por sentado que nadie la cuestionaría, hoy quizá tengamos que hacer fila india para comenzar a echarle tierra. //

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