En las próximas elecciones municipales los candidatos harán como si realmente les interesara ser alcalde de Lima. Nosotros haremos como que les creemos.
El costo de este juego cínico será mayor para los vecinos. Definirá el desamparo ante la pistola exigiendo un celular, o la resignación de vivir con cierta urgencia por fugar apenas sea posible de una ciudad hostil que casi todo el año es gris, literal y metafóricamente.
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Para los candidatos la situación es algo más auspiciosa. Si bien la historia no confirma esta tesis, alucinan que la municipalidad es un trampolín. Este apunta hacia esa piscina de oportunidades, incluida la de liderar una organización criminal, que es la presidencia de la república.
Hace apenas dieciséis meses los tres punteros a la alcaldía de Lima eran entusiastas candidatos presidenciales. Prometedores compulsivos que sabían cómo resolver los males nacionales. La publicidad y el media training eran solo la canalización de un destino.
¿Qué revelación les hizo vislumbrar que lo suyo no era gobernar un país sino la seguridad ciudadana o los parques y jardines? Ninguna. Lo que cambió drásticamente fueron sus probabilidades de acceder al poder. La degradación de sus aspiraciones no se explica en sus competencias ediles, sino en el darwinismo político.
Hace pocos años, que parecen siglos, Lima tenía a Luis Repetto. Él amaba y conocía la ciudad en toda su compleja diversidad, proyectando su conocimiento en acciones concretas. Llenaba de vida un cementerio, por si faltaba menos. Repetto sabía que esta ciudad era tanto la flor de la canela como esa ira en polvo que Blanca Varela decía que Lima tenía en el aire. Repetto ya no está.
Hace algunas décadas, que parecen centurias, un arquitecto apasionado por Lima como Juan Gunther extendía la palma de la mano para con sus propios dedos explicar la ciudad: el dedo meñique era Pucusana, el pulgar era Ancón. El dedo anular era el río Chillón, el medio era el Rímac, y el índice el río Lurín. Entre esos cinco dedos estaban los tres valles de la ciudad, todos sus distritos, y los once millones de personas que viven en Lima. Gunther ya no está.
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Hace más de treinta años Lima tenía un alcalde como Alberto Andrade. Este, al grito de ¡vamos carajo! encabezó un operativo municipal – sin apoyo policial por celos del ejecutivo- para desalojar ambulantes. Andrade no solo hacía el trabajo sucio. También facilitó la Bienal Iberoamericana de Lima bajo la gestión de Luis Lama, demostrando que no solo de serenazgo y multas vive una ciudad. Andrade ya no está.
La próxima elección municipal ranquea como unas de las más deslucidas en mucho tiempo. El nivel de la campaña lo explica sola. Si bien es un alivio que personas como Luis Martín Bogdanovich, Vladimir Velásquez y Gonzalo Torres, desde diversos campos difundan y valoren la ciudad que pisamos, cabe preguntarse si en el deterioro sistémico de la política peruana y entre la medianía de sus protagonistas, las ideas aún siguen siendo relevantes. Está ganando el meme y la nada viralizada, estándares de éxito según los cánones de una sociedad que se está suicidando con una sobredosis de idiotez.
Lima, la gastada Perla del Pacífico, la enrejada Ciudad Jardín, la mil veces tratada horriblemente por sus alcaldes, merece alguien que la conozca, que la quiera y por lo tanto pueda servirla, en vez de servirse de ella. Alguien que, como Gunter, la llevaba literalmente en la palma de la mano.
No necesita de alguien que le suelte la mano apenas se presente una oportunidad laboral a la altura de su auto proclamada magnificencia. Una oportunidad como la que, por ejemplo, ofrecería una elección presidencial anticipada en la que la peor amenaza será un candidato radical e imprevisible. Para enfrentar a esto último se necesita otro tipo de líder. Aún no aparece.
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