Nuestra Policía Nacional brinda un servicio a la patria y a la curiosidad internacional, que lamentablemente no es debidamente reconocido. Es un aporte que además de celebrar el verbo avispado que florece en estas tierras brinda sano esparcimiento a nosotros, víctimas constantes de la inseguridad ciudadana. Nos referimos a los extraordinarios nombres con que denominan a las bandas criminales peruanas, nuevo género literario parido por las mentes más palomillas de la comisaría.
Muchos suponían la existencia de un departamento lingüístico/policial dedicado exclusivamente a la búsqueda de la palabra justa: una división especializada en metáforas, metonimias, alusiones y demás figuras retóricas, que al mismo tiempo tuvieran ruda experiencia real en lo que a la persecución del crimen se refiere. Tombos leídos o intelectuales con calle serían los perfiles idóneos para esta misión.
Pero no. Resulta que se trata de una epifanía verbal de inspiración instantánea a cargo de los propios efectivos, como se les llama en los noticieros. Los orígenes de esta costumbre son inciertos. Pero resulta razonable emparentar esta nomenclatura con la necesidad de un titular vendedor de la prensa sensacionalista de los años cincuenta.
Año 1954: la terrible e incierta muerte de un niño en la bajada de Armendáriz en Miraflores transformó a don Jorge Villanueva Torres, alias Negro Torpedo (era largo y negro), en el infame Monstruo de Armendáriz. La prensa amarilla policial era un boom en esa época. El titular perfecto aun así el señor Villanueva fuera inocente, tal como se postuló décadas después.
Además del alivio cómico (fuera voluntario o no), los nombres de las bandas cumplen una necesaria función administrativa. Así lo han declarado los copiosos ministros del Interior al ser inquiridos por esta singularidad policial peruana. Tan abundantes son los hechos criminales peruanos y tan penosos son los eternos procesos judiciales que generan que la policía busque a través de un nombre memorable el poder seguirle la pista a cada caso. Es más fácil recordar un apelativo como las Ladillas de Manzanilla (banda real de menores que asolaba una localidad) que memorizar un largo y críptico número de expediente.
Si existiera un salón de la fama de los nombres de banda, hay algunos que no podrían dejar de estar. Todas han sido o son bandas reales:
Los Venerus: banda binacional de venezolanos y peruanos hermanados por el delito.
Ballenón y sus Sirenas: vestigio heteropatriarcal para designar a una banda de mujeres lideradas por un obeso.
Los Malditos de Larcomar: que no eran malditos ni criminales sino cholos en un lugar donde no eran bienvenidos.
Los Pulpines del Rímac: la renovación generacional dice presente en el crimen.
Los Gatúbelos: hábiles y sigilosos forajidos open minded.
Los Chuckys: la fealdad como arma.
Los Elegantes de Ate: la escuela contraria a los Chuckys.
Los Malditos de Río Seco: podría ser el título del próximo western de Clint Eastwood.
Los Ingenieros del Mal del Norte Chico: profesionales que desviaron su camino.
Los Injertos del Fundo Oquendo: cuando un procedimiento médico explica el trasvase de talento criminal entre bandas.
Los Cuellos Blancos del Puerto: la sutil crítica social que generó un terremoto político.
Los Sedapaleros: preciso y puntual referente al modus operandi con mameluco oficial.
Los Malditos de la Esperanza Alta: este nombre es un poema en sí mismo.
No sería descabellado imaginar un contagio lingüístico del suceso policial al político, ahora que este último se ha acercado tanto al primero, si es que no son ya lo mismo. Así podríamos leer en breve acerca de las microfinanzas de los Pitufos de Moquegua, las apariciones de las Annabelles de la Plaza Bolívar, el desparpajo de los Cositos de las Agendas, el ocaso californiano de los Sanos y Sagrados del Melody, el surrealismo de los Mitómanos del Vraem o el know how de recaudación encubierta de los Huelguistas de Hambre en Plato Hondo. Salvo error u omisión, como dicen cautelosamente abogados y contadores.