(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Renato Cisneros

1.- Mi peluquero está a favor de la . Se llama Walter, lo conozco de toda la vida. Jamás habíamos tenido un altercado como el del lunes pasado, cuando la conversa­ción rutinaria nos arrastró a la coyuntura política. Mien­tras embadurnaba mi cara con jabón para el afeitado de rigor, se me ocurrió de­cir que a Castillo había que forzarlo a trabajar en lugar de gastar energías pensando en destituirlo. Mi opinión no debió gustarle nada porque de inmediato replicó: “O re­nuncia o lo sacamos”. Lo dijo así, sin matices, sin margen para la polémica, con un tono esperable en un congresista de Renovación Popular o un tertuliano de Willax.

En ese instante, reclinado como estaba, con la cabeza hacia atrás, las manos debajo de la capa blanca, vi cómo acercaba a mi garganta la hoja brillante de su nava­ja. Por primera vez en los 35 años que llevo visi­tándolo, sentándome en ese mismo sillón negro, fue imposible quedarme tranquilo. De la nada me figuré que Walter era, a lo mejor, un se­creto integrante de La Resis­tencia y que aprovecharía su inmejorable posición para ajusticiarme, como en aquella sangrienta escena de Prome­sas del Este, de Cronenberg, donde un cliente es degollado en su peluquería de confian­za. La pregunta que me tuvo angustiado los siguientes mi­nutos fue: ¿dónde colocaría Walter mi cabeza después de decapitarme?

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2.- La desagradable situación se repitió el martes, esta vez sobre la silla verde de Mila­gros, la meticulosa dentista que me atiende desde hace una década. Veníamos co­mentando las noticias y, justo antes de abrir la boca para que la explorara con sus pinzas y espejuelos, sentencié: “La opo­sición no está haciendo su tra­bajo”. Noté enseguida su des­acuerdo, por la gravedad con que frunció el ceño. “Al revés”, contestó detrás de la mascari­lla, “el que no trabaja es el que está en Palacio, despacha en Breña y viaja a Chota cuando le da la gana”. No pude reba­tir su frase, primero porque es cierta, y segundo porque con todo su instrumental movién­dose entre mis dientes apenas logré responder con gruñi­dos y onomatopeyas.

Fue ahí cuando regresó la pesadilla, el recelo, el brote psicótico e imaginé a Milagros entor­nando los ojos como Patricia Chirinos y arrancándome de cuajo las muelas del juicio con su alicate. Me vi convertido en el sacristán Vonmiglásov, del cuento “Cirugía”, de Chéjov, a quien un practicante le ex­trae una muela picada usando unos fórceps, dejándolo lloro­so, semiinconsciente, balbu­ceando insultos impropios en boca de un chupacirios.

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3.- El miércoles sucedió algo parecido cuando me puse en manos de Florencio, el dies­tro masajista que lleva un lus­tro aliviando las molestias de una vieja hernia lumbar. A la par que movía sus pulgares en círculos a ambos lados de mi espina dorsal, iba diciéndome que estaba harto de la pola­rización, la incertidumbre, la inestabilidad del país. “Sí, pues, lamentablemente so­mos una sociedad inmadura”, observé. “La culpa es de los terrucos que nos gobiernan”, exclamó. De golpe sentí cómo se incrementaba la presión que ejercía sobre mis hombros. “Es peligroso generalizar”, añadí, eludiendo la confrontación. “A esa gente hay que botarla, ¿dónde están los jóvenes que marcharon contra Merino?”.

Las manos de Florencio ahora aporreaban mis músculos con una severidad que no le recor­daba. Lejos de relajarse, mis deltoides se contrajeron por completo. “Cada crisis es distinta”, resoplé, y decidí callarme porque sospe­ché que de un momento a otro el aturdido ma­sajista dejaría de lado el rigor profesional para –al grito de “¡ca­lla, cojudigno!”– le­sionarme la espalda de por vida. Al final, me despedí prome­tiéndole volver en quince días, como siempre, pero ya no estoy tan seguro de querer regresar. //

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