1.- Mi peluquero está a favor de la vacancia presidencial. Se llama Walter, lo conozco de toda la vida. Jamás habíamos tenido un altercado como el del lunes pasado, cuando la conversación rutinaria nos arrastró a la coyuntura política. Mientras embadurnaba mi cara con jabón para el afeitado de rigor, se me ocurrió decir que a Castillo había que forzarlo a trabajar en lugar de gastar energías pensando en destituirlo. Mi opinión no debió gustarle nada porque de inmediato replicó: “O renuncia o lo sacamos”. Lo dijo así, sin matices, sin margen para la polémica, con un tono esperable en un congresista de Renovación Popular o un tertuliano de Willax.
En ese instante, reclinado como estaba, con la cabeza hacia atrás, las manos debajo de la capa blanca, vi cómo acercaba a mi garganta la hoja brillante de su navaja. Por primera vez en los 35 años que llevo visitándolo, sentándome en ese mismo sillón negro, fue imposible quedarme tranquilo. De la nada me figuré que Walter era, a lo mejor, un secreto integrante de La Resistencia y que aprovecharía su inmejorable posición para ajusticiarme, como en aquella sangrienta escena de Promesas del Este, de Cronenberg, donde un cliente es degollado en su peluquería de confianza. La pregunta que me tuvo angustiado los siguientes minutos fue: ¿dónde colocaría Walter mi cabeza después de decapitarme?
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2.- La desagradable situación se repitió el martes, esta vez sobre la silla verde de Milagros, la meticulosa dentista que me atiende desde hace una década. Veníamos comentando las noticias y, justo antes de abrir la boca para que la explorara con sus pinzas y espejuelos, sentencié: “La oposición no está haciendo su trabajo”. Noté enseguida su desacuerdo, por la gravedad con que frunció el ceño. “Al revés”, contestó detrás de la mascarilla, “el que no trabaja es el que está en Palacio, despacha en Breña y viaja a Chota cuando le da la gana”. No pude rebatir su frase, primero porque es cierta, y segundo porque con todo su instrumental moviéndose entre mis dientes apenas logré responder con gruñidos y onomatopeyas.
Fue ahí cuando regresó la pesadilla, el recelo, el brote psicótico e imaginé a Milagros entornando los ojos como Patricia Chirinos y arrancándome de cuajo las muelas del juicio con su alicate. Me vi convertido en el sacristán Vonmiglásov, del cuento “Cirugía”, de Chéjov, a quien un practicante le extrae una muela picada usando unos fórceps, dejándolo lloroso, semiinconsciente, balbuceando insultos impropios en boca de un chupacirios.
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3.- El miércoles sucedió algo parecido cuando me puse en manos de Florencio, el diestro masajista que lleva un lustro aliviando las molestias de una vieja hernia lumbar. A la par que movía sus pulgares en círculos a ambos lados de mi espina dorsal, iba diciéndome que estaba harto de la polarización, la incertidumbre, la inestabilidad del país. “Sí, pues, lamentablemente somos una sociedad inmadura”, observé. “La culpa es de los terrucos que nos gobiernan”, exclamó. De golpe sentí cómo se incrementaba la presión que ejercía sobre mis hombros. “Es peligroso generalizar”, añadí, eludiendo la confrontación. “A esa gente hay que botarla, ¿dónde están los jóvenes que marcharon contra Merino?”.
Las manos de Florencio ahora aporreaban mis músculos con una severidad que no le recordaba. Lejos de relajarse, mis deltoides se contrajeron por completo. “Cada crisis es distinta”, resoplé, y decidí callarme porque sospeché que de un momento a otro el aturdido masajista dejaría de lado el rigor profesional para –al grito de “¡calla, cojudigno!”– lesionarme la espalda de por vida. Al final, me despedí prometiéndole volver en quince días, como siempre, pero ya no estoy tan seguro de querer regresar. //
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