Vamos a hablar una vez más del amor propio.
Porque a un día de que la humanidad haya celebrado un nuevo San Valentín, es necesario redefinir el concepto de amor.
Aunque esta fecha comercial y toda su publicidad nos hayan querido vender que el amor romántico es la versión más importante y que si estás solo, estás fuera del juego, la verdad dura es que la versión del amor que debería ocupar nuestra mente, intención y corazón es la del amor hacia uno mismo.
Pero nadie nos enseña a querernos (aunque sí hay quien lo haga, pero son pocos y hay que tener suerte para encontrarlos).
Dentro de nuestros cursos escolares no existe algo así como: “Cómo aprender a conocerte, aceptarte y cuidarte antes que todas las cosas”.
Felizmente, y eso sí lo corroboro, cada vez hay más propuestas educativas integrales que acogen al niño en su condición de ser único y, por ende, muy especial, y que ofrecen las herramientas para trabajar una autoestima fuerte.
Porque la autoestima se trabaja, claro.
Debe de ser una de las chambas más retadoras. Y se debería trabajar desde que venimos acá y abrimos nuestros ojos: el amor es la energía transformadora más poderosa y sanadora que existe.
Por eso, si nuestros hijos reciben amor incondicional y al mismo tiempo reglas claras con consecuencias conversadas, los adultos del mañana serán responsables de sus vidas y tendrán la capacidad de revertir cualquier situación adversa.
Es vital trabajar en nuestra autoestima y, para eso, es importante conocer de qué estamos hablando. ¿Qué es amor propio y qué no lo es?
¿Cómo podemos saber si nos queremos a nosotros mismos, si creemos que no?
Hay una serie de indicadores que nos facilitan el camino, pero estoy segura de que no les estoy soplando nada: quererse a uno mismo cuesta (demasiado).
Yo he tardado cerca de 28 años en comenzar a entenderme, aceptarme y quererme (años en terapia) y sigo aún en ese trabajo constante, porque es real que de vez en cuando hay también una confrontación interna con esa parte mía que es la del autoboicot.
Una tendencia a la que muchos no son ajenos: eso de buscar tendenciosamente meter las narices en problemas.
Si nos conociéramos, tendríamos la oportunidad de prevenir dramas innecesarios y de recurrir al papel de víctima al que nos gusta ir porque es cómodo echarnos a llorar antes que ponernos a pensar en nuestra responsabilidad sobre nuestros actos.
Somos los únicos responsables de nuestras propias vidas. No podemos esperar gustarles a todos; no somos responsables de lo que los demás puedan pensar de nosotros –porque no tenemos control sobre sus pensamientos ni decisiones– y tampoco podemos cambiar al otro: solo a nosotros mismos.
Por eso decía que era un camino complicado: no siempre nos gusta admitir nuestros errores, y menos aprender de ellos, que vienen como pequeñas lecciones de vida.
Quererse es hacerse responsable de uno mismo.
Quererse es saber dónde estoy cómodo conmigo mismo y dónde no.
Quererse es ponerse límites sanos, y no es sano aferrarse a relaciones donde solo somos felices momentáneamente y el resto del tiempo sufrimos o la pasamos mal. Me refiero a todo tipo de relaciones, no solo las amorosas –profesionales, familiares y amicales cuentan también–.
Quererse es cuidarse no solo físicamente –que es en donde la mayoría de la preocupación está enfocada–, sino también por dentro.
¿Cómo se hace eso? Haciéndote cargo de ti con pequeños rituales de amor: nútrete bien, date descanso suficiente, rodéate de los que te hacen sentir bien, sigue a quienes admiras y te inspiran –no a los que te hagan compararte–, repítete todos los días lo valioso que eres y lo más importante: comienza a creerlo. //