Ancón no es mi playa favorita, pero es el sitio donde fui feliz entre los 5 y los 12 años. Allí aprendí a nadar, a montar bicicleta (primero con rueditas), a pescar, a vencer montañas de arena buscando fósiles y explorar playas desiertas. Allí descubrí mi vocación. Pero, sobre todo, atesoro esos años dorados porque era uña y carne con mi hermano Eduardo, hoy ausente. Con él comprábamos sedal, anzuelos y plomos donde el ‘Chino’ Moisés, la bodega más emblemática de Ancón. Luego probábamos suerte en el muelle y pronto extraíamos una docena de ‘borrachitos’ en media hora. Una vez nos decidimos a dar el salto a la pesca de altura y nos internamos mar adentro en una precaria chalana. Estuvimos a la deriva y el oleaje casi nos estrella contra unos acantilados. Una improvisada ancla que consistía en una piedra amarrada a una soga salvó nuestro pellejo.
Al margen de anécdotas personales, Ancón era hace tres décadas el balneario más exclusivo y glamoroso del país, cuando en Asia proliferaban granjas de pollos. No todos los veraneantes éramos iguales, algunos eran más iguales que otros. Tenían muelle propio, yate y asistían al Casino o al Yacht Club, pero nosotros no sentíamos la pegada. Apenas saltábamos de nuestros camarotes, antes del alba, ya estábamos imbuidos de una exaltación apenas contenida. Nuestro destino era la playa, a dos cuadras de distancia, donde armábamos castillos, hurgábamos en busca de muy muyes y nadamos hasta una plataforma circular azul que decía Nivea. A veces lidiábamos con fastidiosos yuyos y temibles malaguas, cuya ponzoña atenuábamos con arena.
En Ancón se firmó el tratado de paz con Chile, en 1883. Asimismo, hubo ilustres veraneantes como Ricardo Palma y los presidentes Balta y Cáceres. Pero un niño no está interesado en disquisiciones históricas, sino que se inclina por la curiosidad banal, expresada, por ejemplo, en la Pola, una judía de 80 años que usaba bikini sin complejos al costado de féminas adolescentes de ropa de baño enteriza. Pero el summum era, sin lugar a dudas, el ‘Truquero’, un personaje estrafalario, que se acomodaba al costado de la iglesia, con un sapito que lucía un globito, y alquilaba historietas como La pequeña Lulú y Susy secretos del corazón.
Que las bicicletas son para el verano era una verdad como una catedral en Ancón. Era un vacilón agarrar viada en la pendiente que daba al Casino y conducir por el malecón hasta Playa Hermosa ida y vuelta y terminar en el Donofrio o en el Davory paladeando sus inigualables helados de limón. El cine era otro ícono del balneario, la gente se arreglaba como si fuera a la iglesia para ver películas de Cantinflas o de Pili y Mili. Por la noche, los adultos paseaban a pie por el malecón, inmersos en la serenidad de un mar apagado y aspirando ese olor particular a yuyo seco que solo existe en Ancón. Mientras los adolescentes jugaban al amor y los niños a la pega o las escondidas.
En definitiva, la identidad de Ancón estribaba en la perfecta simbiosis entre edificios sesenteros, casonas republicanas y el muelle de pescadores, donde abundaban los pejerreyes y corvinas, ahora invisibles. Y también por sus carnavales, el luau en el Yacht y la fiesta de blanco en el Casino. Pero son las anconetas (triciclos que pueden llevar hasta tres personas), únicas en el Perú, el símbolo más representativo de la localidad, abriéndose paso a timbradas, inyectándole color y alborozo al ambiente.
Ancón no era para nosotros un destino de fin de semana. Era un destierro (glorioso) de tres meses. Nuestros padres nos dejaban con nuestras tías Antuca y Olivia (solteras, cucufatas y entrañables) y luego desaparecían. Tanto mejor. Cualquier nimiedad parecía alcanzar una trascendencia olímpica, como columpiarse en la hamaca o recolectar conchitas. Sin normas, nos sentíamos absolutamente libres, los zapatos eran un estorbo y los niños éramos por una temporada los dueños del mundo. Y Eduardo era el mejor niño de todos. //