Tomás Bances tenía ocho años cuando horneó su primer pan. Había crecido viéndolo cocinarse en el horno de barro y ladrillos que tenía su padre en el campo de Íllimo, dentro de la provincia de Chiclayo. Sin embargo, hizo su primer pan cuando su padrino Mauro lo llevó a la ciudad para estudiar. Se levantaba a las 3 a.m. para aprender a amasar y veía la precisión y cautela que su apoderado le ponían a la cocción, sin ningún aditivo y con un trigo fresco que él mismo escogía. Luego del colegio, Tomás corría a seguir aprendiendo. Y así fue hasta los 18 años, cuando viajó a Lima para ser policía.
Cuando le negaron el ingreso a la Policía por un problema de salud, el suboficial que le tomaba el examen le preguntó qué sabía hacer. “Sé hornear pan”, fue lo primero que se le ocurrió decir, mientras tomaba conciencia de que ese conocimiento a tan poca edad era valioso. Lo confirmó cuando consiguió su primer trabajo en una panadería de San Juan de Lurigancho y los maestros panaderos quedaban sorprendidos y algo celosos de lo que podía hacer.
Tomás había tenido que adaptarse a los hornos industriales de Lima, mucho más rápidos. Al poco tiempo conoció a un empresario que le pidió ser la cabeza de su próximo emprendimiento, una panadería llamada El Gran Molino. Dieciséis sucursales después, en el 2008, Tomás decidió abrir su propio espacio. Algo no se había apartado de sus recuerdos: el horno artesanal.
“Cuando compré mi terreno para edificar mi casa en San Martín de Porres, lo primero que construí fue el horno de ladrillos”, cuenta Bances con una sonrisa nostálgica. No pasó mucho para que todo el barrio se enterara de los panes chapla que hacía. Abrió una panadería que llamó Miski Tanta; luego, dos. Cada una con un horno artesanal.
“Yo veía que algo le faltaba al pan en Lima. Recordaba a mi padrino, que sin tener preservantes ni tanta levadura tenía un gran pan. Es cuestión de dedicarle tiempo”. El maestro panadero cuenta esto ahora en la puerta de un horno artesanal, pero no el suyo, sino el que se ha adecuado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), en su campus de Santa María del Mar. La razón es porque su historia de conocimiento y modelo de negocio es sujeto de estudio para conocer cómo la gastronomía que rescata los saberes tradicionales puede generar desarrollo no solo desde los grandes restaurantes.
REVALORAR LA TRADICIÓN
Las enseñanzas que maestros como Tomás Bances ofrecen son parte de lo que rescató el proyecto Cocina PAR, financiado por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) en Bolivia, Chile y en el Perú. El Centro de Innovación y Desarrollo Emprendedor (CIDE) de la PUCP ha liderado la investigación de casos de éxito, con la misión de escoger experiencias sobresalientes que pudieran repetirse en todos los países.
“Hemos registrado casos donde la cocina sirvió como articulador y propulsor de economías sostenibles entre productores y empresas o restaurantes, ya sean locales o internacionales”, comenta Andrés Ugaz, prestigioso cocinero y coordinador del proyecto.
En el caso de Chile, por ejemplo, se ha estudiado cómo una red de supermercados consigue trabajar directamente con campesinos de hortalizas o de qué manera en Bolivia se ha logrado desarrollar escuelas que enseñan a jóvenes a usar productos locales y técnicas ancestrales. “Uno de los productos finales del proyecto es crear una caja de herramientas que sirva de guía para que estas iniciativas se repitan en los tres países”, agrega Ugaz.
Para el representante de FIDA, Arnoud Hameleers, este trabajo es crucial en un momento donde las grandes empresas de alimentos tienen una oferta poco variada y no tan saludable. “Creemos importante apoyar sistemas alimentarios que nos ayuden a pelear contra el cambio climático y que nos provean de dietas más sanas”, indica a Somos. Para el especialista, hay cada vez menos espacios para pequeños productores.
Edilberto Soto, presidente de la Coordinadora Nacional de Productores de Papa (Corpapa), señala que en el Perú se está cambiando ese escenario. Lo compara con la realidad a inicios de los años 90, cuando con el entusiasmo de sus 20 años llegó a Lima desde Huamanga en un camión con doce toneladas de papas nativas, su primera cosecha como agricultor.
“Las papas blancas se acababan en un día, pero las mías duraron dos, tres, hasta el día 15, en que me pidieron rematarlas a un criador de chanchos”, recuerda Soto. Desilusionado, regresó a Ayacucho a producir papas blancas, como el resto. Las papas nativas las comían solo en casa.
Lo que impulsó la revolución de las papas, según Soto, fue la feria Mistura. “Se inició una reconexión del resto del país con las grandes ciudades y fue gracias a los cocineros”, añade. Empezaron a pedir otros tubérculos como las ocas, los ollucos y las mashuas. “Se comenzó a dinamizar la economía de los más de 2 mil socios que tenemos en Corpapa”, comenta.
Un devoto de este tipo de ferias es Paul Uchuya, encargado del restaurante El Bambú, en Huánuco. Este lugar comenzó hace 45 años con su abuela Matilde, que le heredó el conocimiento y la sazón a su madre y que luego pasó a él y sus hermanos. “Ese saber de mis ancestros ahora es reforzado con el uso de productos más sanos, de primera calidad, gracias a las alianzas que hemos conseguido con pequeños productores en las ferias que hay todos los sábados en Huánuco”, comenta. Gracias a que empezaron a valorar el insumo, se dieron cuenta de que el chincho, hortaliza que es prima hermana del huacatay, tiene más sabor y es más puro si viene de las alturas, por ejemplo.
Las ferias gastronómicas y de productores también son parte de los casos de estudio que se verán en otra de las iniciativas del proyecto Cocina PAR: un curso sobre gastronomía y desarrollo rural que se iniciará en abril en la PUCP y donde los productores serán los que cuenten sus experiencias.
“El curso está dirigido a funcionarios públicos, de la cooperación extranjera, a la academia y a los líderes campesinos. A ellos queremos ofrecerles información para que accedan y se beneficien de distintos mercados”, dice el vicerrector administrativo de la PUCP, Domingo González.
En el Perú, donde en cada esquina hay un emprendimiento gastronómico, no se podía dejar de lado a las carretillas, como la de la señora Rosa Sulca, maestra picaronera que se dedica desde hace más de 20 años a vender este dulce en la Plaza Italia. “Hay que prestarles atención a los detalles y ser minucioso. A veces hay un desprestigio de las carretillas, pero nos cuidamos de ser limpias y tener productos de calidad”, comenta. Así ha podido sacar adelante a su familia.
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Una de las ferias más importantes que se analizará en el curso de la PUCP es Mistura. Recuerda aquí cuando se realizaba hace algunos años.
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