Le ha cantado sus verdades a Lola, pero también reclamó por los periodistas desaparecidos. Se preocupó por la pequeña, tocó en Tocache y disfrutó los placeres del mar mientras nos recordaba, con chicles, cigarrillos y caramelos, que a la abuela la trajeron de Guinea con escala en Cartagena. Se trata de Miki González, que, con sus 70 años, es uno de los músicos más completos de la escena local. Siempre ha sido un innovador, desde que redescubrió ritmos peruanos ancestrales y los fusionó con el rock, con la solvencia de su talento y preparación profesional (estudió música en la prestigiosa Berklee College of Music en Boston, alma mater de maestros como Quincy Jones y Melissa Etheridge).
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Ahora, nuevos proyectos lo tienen ocupado (el 5 de agosto lanzó una colaboración con la banda de cumbia selvática, Juaneco), pero cada vez más establecido en el Cusco, donde compone rodeado de silencio y se dedica, sobre todo, al cuidado de Benito, su perro. A todo esto se suma una nueva lucha contra un cáncer que lo ha llevado a reflexionar sobre la vida, su legado y la muerte. Conversamos con él en su casa de Huayoccari, en el Valle Sagrado, y luego en Lima, un día antes de ser intervenido quirúrgicamente.
Miki González, desde el Valle Sagrado de los Incas
—¿Qué te hace sentir este lugar?
Cuando llegué a este terreno sentí algo especial, una inspiración muy fuerte. Lo que hago acá es como la sabiduría china, que habla de la ‘no acción’. No tengo las obligaciones que tengo en Lima. El año pasado, durante la pandemia, había muerto mi mamá, entonces pasé más tiempo aquí. Los inquilinos me devolvieron la casa en octubre y estaba yo con Benito, disfrutando del sol. En año nuevo un guía de montaña me alquiló la casa, pero tenía un montón de perros. Al comienzo todo bien, pero luego le dieron una paliza a Benito y él entró en pánico.
—¿Regresaste a Cusco por Benito, entonces?
Estuve como dos meses sin ir. El médico me hizo una colonoscopía. “Es cáncer”, me dijo [antes ha superado un cáncer de garganta]. Entonces no me pude ir. Benito se había ido a refugiar a otra propiedad. Un día me llamó el dueño: “Tengo a tu perro aquí hace más de un mes y me causa un montón de problemas”.
Miki temía que fueran a matar a Benito, por lo que decidió escaparse de sus citas médicas y viajar al valle para mandar a construir una malla metálica, y él y Benito sentirse seguros. “Empezó a entender que esa era su casa, que estaba protegido. Entraba cuando él quería. Tiene esa ‘perronalidad’”.
Cuando Miki llega a la chacra, basta un silbido para que Benito aparezca corriendo, jadeante. Ambos, de larguirucha figura, se acompañan.
—¿Te gusta vivir acá?
Aquí prácticamente no hay ruido, eso es un regalo porque sufro mucho con él. Cuando vas a una cafetería o un restaurante y te ponen una música bonita, yo no la soporto porque me desconcentra. Tengo déficit de atención. Que alguien ponga música es lo peor que me puede pasar porque estoy pensando: “Ah, qué bueno le quedó este arreglo o qué feo o este acorde está bonito, ¿dónde lo habrán grabado?”. Acá no hay esos estímulos. El silencio es lo más precioso que existe.
Esa mañana, Miki tenía que ‘bajar’ a Urubamba. Iba a recoger a Anthony Paucarmayta, un DJ de Cusco con quien está trabajando unas pistas. Luego de almorzar, enrumbó al mercado a hacer las compras donde sus caseras. Intercambió con ellas algunas frases en quechua (ha estudiado este idioma) y de regreso, frente a la computadora, Miki y Anthony se pusieron a crear.
—Por tu tema médico debes estar más tiempo en Lima. ¿Aquí estás más tranquilo?
Lo primero que sientes cuando llegas a Lima es la cantidad de ruido y la amenaza, todo el tiempo estás amenazado por todo. En la calle te pueden arrancar el teléfono, el transporte público tiene esas cornetas de carretera. Es una agresión total. Lima no es el peor sitio del mundo, pero le hace la pelea.
—¿Cómo lidias con el sistema de salud?
Me gustaría salir con la ametralladora. Solucionarlo a mi manera, porque es inaceptable que sea tan frío, tan técnico. Ese juramento que hacen los médicos, en algunos es inexistente.
—¿Tienes miedo de morir?
No. Lo único que sabemos es que vamos a morir, ¿cómo?, ¿cuándo? o ¿dónde? No lo sabemos. ¿Cuánta más vida me puede quedar? ¿10, 15, 20 años? ¿Qué calidad de vida voy a tener? O sea, en silla de ruedas, tapado con una frazada para mi paseo por la calle... No lo sé.
Miki no se detiene. Quiere sacarle el jugo a su mente, siempre activa e inquieta creadora. El viernes 5 lanzó su colaboración con Juaneco: El mito de la ayahuasca, un sampleo de cumbia psicodélica amazónica con su toque electrónico, que junta lo más sabroso de ambos mundos. Esa misma noche se internaba en una clínica local para ser sometido, al día siguiente, a una riesgosa operación.
—¿Qué música se escuchaba en tu casa cuando eras niño?
Ni criolla ni española. Música clásica. Mi papá y mi mamá hablaron siempre con la Z, pero cuando a mi mamá le decían: “Hola, señora”, ella contestaba: “No me digas ‘señora’, huevón. Dime Turati”.
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Miki nació en Madrid en 1952. Luego de un paso por Venezuela, la familia se establece en el Perú (cuando Miki tenía nueve años). Su papá era un empresario tabacalero al que le gustaba mucho la cerámica precolombina. También era un coleccionista de pintura peruana, por lo que conoció a muchos intelectuales de estos lares. Así creció Miki, viendo a sus padres organizar largas tertulias en su casa. Uno de los invitados más frecuentes fue clave para él: el poeta César Calvo. “Él trajo a las tertulias a Félix Casaverde, quien fue mi entrada al mundo afro. Una joya en mi vida. Me presentó también a Amador Ballumbrosio, Máximo Damián y a Chabuca Granda en la casa de Magda Figueroa”. En esas épocas, Miki también conoció al eximio guitarrista y compositor Carlos Hayre, esposo de Alicia Maguiña, quien le daba clases de guitarra en un cuartito de la lavandería del departamento de la pareja, en San Isidro.
—De tocar la guitarra en la lavandería de Alicia Maguiña a redefinir la música negra en el Perú hay un trecho grande. Eres un estudioso de la música.
Soy un apasionado, pero no sé tanto como parece. El mundo de ahora es tan rápido. Ha cambiado mucho y todo es muy volátil. Me parecería genial que, por ejemplo, alguien como Bad Bunny hiciera una vaina con cosas afroperuanas. Su último single es con bachata y es un temón. Parece que no tuviera nada, pero tiene talento especial.
—En una entrevista mencionaste que el reggaetón no tiene contenido, pero sucede con toda la música actual. ¿Dónde están los músicos comprometidos con su sociedad?
No sé dónde está esa gente. De hecho tiene que haber porque no puede ser que todo el mundo esté contento con toda la mierda que está pasando.
—Parafraseando una canción tuya, ¿cuántas veces te desilusionaste del amor?
Nunca me he desilusionado del amor. Soy el tipo más romántico de Lima, Callao y balnearios.
—¿Qué es lo más romántico que has hecho?
Ser como soy, un canalla.
—¿Se debe seguir creyendo en el amor?
Claro, porque cuando el amor toca el dolor, lo convierte en amor, limpia todo. Está en la letra de Tantas veces.
—¿Estás enamorado?
Sí. Fátima [Foronda, artista, tatuadora, integrante de la banda de metal Área 7] es especial. Yo digo que es una joya del universo porque si hubiera diamantes en todos los lados, no serían preciosas, serían como el granito y la tierra está hecha de granito básicamente.
—¿Y cómo es la relación con tus hijos?
Es buena. Yo estoy enfermo, en peligro de extinción, pero el lado positivo es que mis hijos y yo estamos pasando más tiempo juntos. Una maravilla porque me encantan mis hijos.
—¿Alguna deuda con ellos?
No, es al revés. Siempre somos ingratos con nuestros padres. A los hijos no les debemos nada.
—En casi 40 años de músico, ¿qué te falta hacer?
Si tuviera que morirme, me falta ordenar algunas cosas. Sería un poco complicado para mis herederos. Tengo discos duros con archivos del 2000 al 2022 en programas que ya no están vigentes. Debo dejar ordenado. Y me gustaría producirle un tema afroperuano a Bad Bunny. //