Hace exactamente 10 años, el entonces editor de la página web de El Comercio, Fabricio Torres del Águila, me emplazó en la puerta de su despacho. “Vamos a inaugurar blogs. Escríbete uno”, me demandó. Era la época en que, en todo el mundo, los blogs amenazaban revolucionar las comunicaciones y sus autores acariciaban el sueño de la fama, esa tierra prometida de la que serían rápidamente desalojados. De un momento al otro el Facebook de Mark Zuckerberg volvió obsoletas las bitácoras virtuales –pocas sobreviven actualmente– y toda aquella burbuja gaseosa llamada pomposamente ‘blogósfera’ reventó antes de que su significado pudiera terminar de entenderse.
Por esos días formaba parte del grupo de redactores de la página política y tenía a mi cargo las crónicas dominicales de la sección. Creía que el periodismo era capaz de cambiar la historia y asistía al trabajo con camisas de manga larga y pantalones de drill, así que respondí la propuesta de Fabricio diciéndole muy seriamente: “Escribiré sobre política y juventud”. Nunca olvidaré las seis palabras lapidarias con que, después de un breve silencio, sepultó mi iniciativa. “Nadie va a leer esa huevada”.
A continuación me animó a que volcara en el blog mis vivencias de soltero treintón. “Tú que siempre andas quejándote de lo difícil que es encontrar en Lima una chica relajada e interesante, anda, pues, escribe sobre eso”, me conminó. “Además, tengo el nombre ideal: Busco Novia”.
Volví a mi cubículo desengañado, seguro de que aquello sería un completo desastre. Un rato después, solo para cumplir, le envié a Fabricio un texto contando un episodio colegial en el que una compañera con falsos dotes de bruja vaticinaba que me casaría a los 23 años.
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Dos horas más tarde, sonó mi teléfono. Era él. “Hemos creado un monstruo”, me dijo, entre alarmado y satisfecho, y pasó a detallarme los muchos comentarios que los lectores habían dejado al pie de la publicación. Hasta ese momento mi idea de ‘los lectores’ era una total abstracción. Como todos, firmaba notas diariamente esperando que alguien distinto de mi madre las leyese, pero no había manera de saberlo. Los ‘lectores’, si existían, eran una masa anónima e inubicable. Si alguno se molestaba en llamar a la redacción, era solo para pedir rectificaciones.
El blog, pues, me reveló una dimensión en la que se podía interactuar instantáneamente con cientos de desconocidos. Ninguno de ellos leía mis crónicas dominicales, pero no se perdían los post en que desclasificaba mi expediente amoroso. Aquello me pareció tan nuevo y excitante que prolongué la vida del blog por tres años, aun cuando eso significara sacrificar mi dignidad de redactor político (varios ministros y congresistas de la época, después de entrevistarlos, me preguntaban, quizá decepcionados, si en verdad era yo quien andaba por ahí buscando novia).
Una década y varios kilos de papada más tarde, aquel 2007 parece un año de otra era y yo un hombre de otro siglo. El mundo cambió y con él todos, incluso aquellos que en su día juramos no hipotecar nunca nuestra vida de solteros cuartelarios. Hoy, casado y con mi esposa embarazada, el único blog que tendría sentido escribir sería uno acerca de las fantasías y miedos que llegan junto con la reproducción. Al vivir en el extranjero, en una ciudad donde no hay servicio doméstico (nadie captaría jamás el trasfondo laboral de esa horrible expresión ‘se busca muchacha cama adentro’), me pregunto cómo me las arreglaré en las futuras mañanas de la paternidad, cuando me quede solo en casa con el bebé y me toque lidiar con sus necesidades sin desatender las mías. Seremos dos criaturas inútiles frente a frente, en guardia, examinándose. Para ambos será como hacer contacto con un extraterrestre. Quizá ha llegado el momento de clamar ayuda y resucitar mi blog. Ya no para buscar novia, sino para buscar nana.
Esta columna fue publicada el 15 de abril del 2017.