Antes que la música, el primer gran amor del legendario zapateador Amador Ballumbrosio era la tierra. Cada vez que se bajaba de un escenario, sin importar su tamaño o prestigio, su mente estaba en volver cuanto antes a su chacra para coger la lampa. La tierra le proveía de muchos oficios: la juntaba con agua y pasto para hacer champas, unos bloques de barro con los que hacía casas en El Guayabo y otros caseríos de Chincha. La gente lo veía venir con la ropa de tierra y su andar característico, y decían “allá va ‘Champita’”, con respeto. “Las personas mayores en Chincha conocen muy poco a mi papá por ser músico. Para ellos es ‘Champita’, el albañil”, recuerda Miguel (42), su hijo.
Ballumbrosio cultivaba algodón o maíz en una chacra que quedaba a seis kilómetros de su casa. Se iba a pie a las seis de la mañana, sin tomar el desayuno, y se quedaba ahí hasta que alguno de sus quince hijos llegaba a buscarlo con la merienda. La encomienda tardaba porque los niños se entretenían en los frutales que encontraban por el camino. “Llegábamos tan tarde que mi papá había comido cualquier cosa”, ríe Miguel. Ya entonces, Amador era visitado por todo tipo de forasteros, artistas y poetas que llegaban a su casa en El Carmen para conversar con él y verlo zapatear en el piso de su casa. Las polvaredas que armaba parecían visiones de otro mundo.
El segundo gran amor de Amador fue la música. En vida llegó a guardar hasta 24 danzas de la zona de Chincha y aledaños, diferentes tipos de bailes en una época en la que en esa tierra no había un solo cajón, guitarra o violín. Los negros solo tenían por instrumentos sus pies, sus voces y su memoria. Zapateaban y entonaban cánticos religiosos, en una síntesis extraordinaria de tres culturas: la andina, la africana y la europea. A él también le encantaba el violín. Por las tardes, cogía una vela y se iba al corral de su casa a tocar por horas.
Amador tuvo una gran descendencia, quince hijos que luego le dieron treinta y seis nietos, que aprendieron de él su gusto por el arte y la preservación del folklore afroperuano. El Clan Ballumbrosio, encabezado por su patriarca, se hizo conocido más allá de Chincha, por la fructífera sociedad que tuvieron desde los años 70 con el músico Miki González, un gran amigo de Amador, al que le dedicó el éxito radial A gozar sabroso. La familia sigue su camino hasta hoy, como un elenco artístico que además maneja el Centro Cultural Amador Ballumbrosio, de pronta inauguración en El Carmen.
Legado de vida
Hace una década, la vida de Ballumbrosio se apagó. Antes, un infarto cerebral seguido de hemiplejia lo había recluido a una silla de ruedas, una condición dolorosa para alguien tan activo. Su hijo Camilo Ballumbrosio recuerda que esas primeras semanas en las que su papá vio su movilidad reducida fueron las más difíciles. “Había veces que estábamos ensayando y él nos veía y decía ‘párenme que quiero bailar’, pero era evidente que no podía. Hasta que asumió. Otras veces nos acompañaba con el pie derecho, que era el que podía mover. Estuvo ocho años en esa silla, pero igual nos acompañaba siempre. Nos guapeaba y decía: ‘¡Vamos, muchachos!’ o ‘¡Con ritmo!’”.
Amador era rezador. La gente lo buscaba para que conjurara los sustos con ayuda de sus cantos y una estampa de la Virgen del Carmen. Un fuerte sentido de la religiosidad lo acompañaba desde pequeño, cuando se salvó de milagro de un accidente. Tenía cuatro años y su mamá creyó que hubo una intervención divina ahí. Con el tiempo, el mismo Amador lo creyó también. Había una gracia especial en lo que hacía que el resto de personas empezaba a creer en lo sobrenatural con él, más aún cuando lo veían zapatear.
El viejo Ballumbrosio también tenía un lado cómico, que se notaba en el escenario. Su hijo Eusebio (‘Chevo’) lo recuerda como una persona juguetona y consentidora, a tal punto que le hacía perder la paciencia a su mamá. Otro vástago suyo, ‘Pudy’ Ballumbrosio, baterista de Miki González, recuerda que su papá se portaba como un niño cuando pedía que le pongan en la televisión El Chavo del 8, Los Pitufos o Tres Patines. “Odiaba las telenovelas, pero con esos programas se reía siempre. A veces me decía: ‘¡Oye, ponme por favor a los ojones!’, y se refería a Los Supercampeones, el dibujo animado. Esas cosas le gustaban, así como jugar solitario. No quería que nadie se meta en su juego. Se podía quedar horas jugando en la mesa de la casa”.
Para ‘Pudy’ (35), Amador no fue solo su padre, sino su mejor profesor. Él todavía era un adolescente enamoradizo que quería aprender el violín para impresionar a una chica, cuando reunió el valor para pedirle a su padre que le enseñara. Este le dio la lección más sencilla de todas: “Primero, canta lo que has cantado toda tu vida, luego con el dedo busca esa nota en la cuerda”. Me dijo eso y ahí nomás vinieron un montón de canciones”, dice.
Amador Ballumbrosio falleció un 8 de junio, en el mes consagrado a la cultura afroperuana, por ser el del nacimiento del decimista Nicomedes Santa Cruz (4 de junio de 1925). Según datos del Ministerio de Cultura, 829 mil personas se declararon población afrodescendiente en el último censo. Esto es el 3,6% de la población total del Perú. Es una comunidad importante que ha desarrollado una actividad cultural rica y valiosa, pese a las injusticias históricas que ha soportado y soporta hasta hoy. Amador fue un embajador natural de esa cultura afroperuana auténtica, insobornable, de cuya hondura humana y alegría nunca termina uno de aprender. //